Comunicación/Educación

Textos de la Cátedra de Comunicación y Educación

Nombre: jorgehue
Ubicación: Argentina

01 abril 2006

Jorge Huergo: "Comunicación y Educación: aproximaciones"

En Huergo, Jorge (editor): Comunicación/Educación. Ámbitos, prácticas y perspectivas, Capítulo 1
(Puede verse, también, el sub-nodo "Comunicación/Educación", en el nodo VIAJES de la Revista Nodos de Comunicación/Educación, http://www.perio.unlp.edu.ar/nodos)

Los esfuerzos por abordar los problemas de Comunicación/Educación han sido significativos y crecientes en las últimas décadas. Estos esfuerzos han estado motivados predominantemente por preocupaciones prácticas que circulan alrededor del uso de los medios y las nuevas tecnologías en el trabajo escolar, de la enseñanza a distancia, de proyectos de comunicación popular, de campañas educativas, etc. Esta preocupación práctica se ha plasmado en múltiples proyectos y producciones en Comunicación/Educación. Si arriesgamos un balance preliminar, podemos afirmar que, en cambio, la investigación de Comunicación/Educación está en ciernes, en una etapa de iniciación en cuanto a la superación del fantasma del positivismo. Es, sin embargo, una investigación más documental que empírica, salvo las investigaciones sobre las “mediaciones múltiples” en los procesos de recepción televisiva, o las referidas al estudio sociocultural de las audiencias, o al análisis semiótico del currículum escolar y sus diferentes componentes. Por su parte, las teorías operantes en Comunicación/Educación están reflejadas en múltiples ensayos que, en muchos casos, no logran escapar a la dicotomía entre perspectivas tecnófobas, por un lado, y tecnófilas, por otro (lo que constituye una reducción de lo que significan las problemáticas de Comunicación/Educación).
Podríamos sostener que a este desequilibrio entre prácticas, investigaciones y teorías en Comunicación/Educación se le suma un agravante. Desde el campo de la Educación, Comunicación/Educación se reduce al uso de medios y tecnologías en la educación formal y no formal, de manera innovadora pero marcadamente instrumental. Desde el campo de la Comunicación, en cambio, se observa (más allá de los proyectos ligados a la “comunicación popular” o “liberadora”) la búsqueda de bases para investigaciones en Comunicación/Educación sobre la comunicación en el entramado de la cultura escolar, sobre la construcción de identidades y las nuevas formas de socialización (socialidad y nuevo sensorium), sobre la relación entre audiencias infanto-juveniles y educación, sobre mediaciones familiares y grupales, sobre discursos pedagógicos, etc. Esto, en el marco de cierta conciencia de los investigadores acerca de las trayectorias y los intereses diferentes en cada uno de ellos, que llegan a tomar posiciones tan intensas y compromisos tan opuestos, que podría concluirse que el campo de estudios de la Comunicación está avanzando hacia un estado de incompatibilidades[1]. Estas investigaciones han contribuido, sin embargo, a la producción de un “fermento de paradigmas” (tal el concepto acuñado por la International Communication Association (ICA) en la Conferencia anual de 1983).
Cabe resaltar, además, que Comunicación/Educación ha surgido como campo en una época de conflictos acerca de proyectos regionales. Como tal, este campo carga las marcas de las disputas no sólo teóricas, sino fundamentalmente prácticas, entre el difusionismo desarrollista y la comunicación/educación popular y liberadora (en las décadas del 60 y el 70). Disputas que, con otros sentidos, se prolongan hasta nuestros días. Basta evocar los debates insinuados en el Congreso Internacional de Comunicación y Educación de 1998, realizado en Sao Paulo (Brasil), luego profundizados casi hasta el punto de los enfrentamientos en el Summit (Congreso Internacional de Comunicación y Educación) realizado en Canadá en el año 2000. En este último, los debates en el marco del World Council for Media Education llegaron a rozar el quiebre de la organización mundial, en especial poniéndose de manifiesto el conflicto entre quienes descubren los alcances comerciales y mercantiles del campo, y quienes aún queremos que Comunicación/Educación designe un proyecto crítico y liberador y un conjunto de prácticas emancipatorias para nuestros pueblos, sumidos en profundas desigualdades como consecuencia de las lógicas y las políticas neoliberales.
Como rápidamente se observa, cuando nos referimos a Comunicación/Educación enfrentamos un territorio problemático. Desde el vamos, problemático por el hecho de ser un territorio viscoso, con materiales blandos, a veces con escasas líneas de demarcación; y, a la vez, problemático porque está siendo pretendido por algunas perspectivas teóricas y prácticas con diferente tradición e historia, pero que se constituyen con límites excluyentes, y en esa medida se van transformando en visiones duras, a veces dogmáticas.
El campo de Comunicación/Educación se ha hecho denso y opaco, siguiendo un movimiento que tendría un principio dinámico: en la medida en que crece su densidad, se opaca, y en la medida en que aumenta su opacidad, se densifica. Densidad (como relación entre la masa o cantidad de materia que contiene un cuerpo y su volumen) indica la cantidad material de aspectos y ámbitos que hacen al campo problemático de Comunicación/Educación, en el orden de las prácticas sociales. Opacidad (como calidad de lo que no deja pasar a su través con claridad la imagen de los objetos) indica la calidad formal de visiones pseudotransparentes que, con pretensión general, procuran describir el campo problemático de Comunicación/Educación, en el orden de las nociones y los conceptos.
No es interés de este trabajo justificar que Comunicación/Educación constituyen un campo: sus objetivos son otros. En primer lugar, exponer algunas huellas diacrónicas de la vinculación entre Comunicación y Educación tiene como pretensión únicamente reconocer ciertas tradiciones fundacionales (no todas) de esa vinculación, que van configurando respuestas o propuestas teórico-prácticas de abordaje del problema. En segundo lugar, situándonos ahora sincrónicamente en este terreno vincular, puede permitir la observación de una amplia gama de problemáticas y de estrategias de abordaje, así como las representaciones imaginarias sobre Comunicación/Educación que ellas sostienen, con la aclaración de que las que serán planteadas en este libro no son ni las únicas ni las más importantes, sino sólo algunas entre otras, planteadas como “horizontes”. Por último, presentar algunos desplazamientos tiene por objeto resituar a Comunicación/Educación en la trama de la cultura y la política.

1.1. Algunas confusiones y propósitos iniciales

Como términos, podríamos afirmar que Comunicación y Educación no sólo son polisémicas por separado, sino que unidas o en relación (ahora como figura) implican una sinécdoque: su sentido habitual es sólo una parte de su sentido total. Este tropo o giro es la resultante conceptual de dos elementos: (i) por un lado, de algunas confusiones entre prácticas sociales, nociones y prácticas profesionales en Comunicación/Educación en ámbitos de desarrollo académico del problema; y (ii) por otro lado (sobre todo), de las tradiciones pedagógicas y comunicacionales en la relación Comunicación/Educación y la conformación de diferentes representaciones y de la misma problemática como figura.
Como campo problemático, el campo de Comunicación/Educación se hace más complejo aún cuando se lo considera y se lo aborda como campo académico. En esta consideración necesariamente debemos incluir la teoría, la investigación, la formación universitaria y la profesión, pero desde la perspectiva de las prácticas que realizan actores o agentes sociales concretos (los teóricos, los investigadores, los docentes, los profesionales) y de los discursos donde puede reconocerse el conocimiento operante sobre los objetos de estudio (es decir: sobre otras prácticas, discursos y conocimientos). El campo académico de Comunicación/Educación adolece de algunas confusiones que han sido señaladas en el de la Comunicación. Como en él, en este campo académico “vincular” o “interdisciplinario”, existe cierta confusión entre tres elementos, a saber:
* Las prácticas sociales de Comunicación (a través de las cuales los sujetos se vinculan) y de Educación (a través de las cuales los sujetos se expresan o se liberan). Indistintamente hablamos en este trabajo de ámbitos o escenarios de vinculación, de expresión y de liberación, observándolos no sólo en sentido presente o positivo (ámbitos y prácticas sociales donde la vinculación, la expresión y la liberación son posibles u ocurren efectivamente), sino también en el sentido de su ausencia o su negatividad (ámbitos y prácticas sociales donde vinculación, expresión y liberación no ocurren o se ven imposibilitados, y sí, en cambio, existen situaciones de “excomunión” o exclusión, represión o dominación). De lo que hablamos es de ámbitos o prácticas sociales histórica y culturalmente transidos, penetrados, horadados por la contradicción entre ambos sentidos.
* Las prácticas profesionales en Comunicación (como el periodismo, la producción audiovisual, la planificación y la gestión comunicacional, etc.) y en Educación (como la docencia escolar, el asesoramiento o la orientación pedagógica, la animación de instancias de educación popular, etc.) que permiten ejercer la vinculación, la expresión o la liberación, pero también comprendidas en el marco de la tensión o la contradicción entre los dos sentidos de presencia o ausencia, de positividad o negatividad (tanto en las producciones prácticas como en el habitus profesional). Hablaremos aquí de proyectos o trayectorias para referirnos a estas prácticas profesionales, abarcando también los procesos y productos de la investigación en este o en estos campos.
* El interjuego entre las nociones (como ideas preliminares, primeras, emparentadas con el imaginario colectivo) y los conceptos (como construcciones de alcance teórico) de Comunicación y de Educación, que configuran nuestras explicaciones, nuestras interpretaciones y nuestras críticas acerca de las problemáticas cotidianas y “científicas” (o profesionales) de Comunicación y Educación. En este trabajo nos referiremos a tal interjuego como perspectivas, intentando además incluir en este elemento las “perspectivas” de fondo en grandes lineamientos político-culturales y en la conformación de grandes paradigmas o narrativas (o matrices teóricas) abarcativas de la vinculación Comunicación/Educación.
Además, existe un plus que contribuye a la confusión, originado en las propias historias disciplinares, con sus procesos (en algunos aspectos, paralelos y en otros, producidos en tiempos y en formas diferentes), con sus propios fetiches, sus idealismos, etc.
Existen infinidad de “recetarios” (manuales) prácticos y en la investigación, que usan (muchas veces inapropiadamente) conceptos y producciones de la otra disciplina. En general, podríamos afirmar que este problema se origina en una perspectiva pragmática que encuentra en la práctica misma (entendida como prágmata y no como praxis) la resolución de las situaciones problemáticas. Esta verdadera tara, especialmente de la práctica profesional, provoca muchas veces una adhesión a lo nuevo o a las reformas por razones de hartazgo, de deslumbramiento o de fracaso, lo que lleva a “soluciones” aisladas, descontextuadas o poco reflexivas.
También esos “recetarios” responden a una suerte de perspectiva idealista que ignora la genealogía de las ideas y de las teorías, y pretende hacer de la práctica una mera aplicación descontextuada, mecánica, funcional de los esquemas o modelos teóricos a los que, por lo general, se adhiere por simple creencia ciega. Este idealismo también significa un sostén de las copias de modelos o de teorías extrañas, que en su traspaso a nuestra situación ignoran aquella genealogía y los contextos y procesos de su propia producción.
Cuando proponemos de hecho en el texto sustituir la cópula "y", de Comunicación "y" Educación, por la barra "/": Comunicación/Educación (a la manera de Schmucler, 1984), lo que tenemos como propósito es significar:
* la recuperación de procesos (en los diferentes niveles mencionados) de vinculación/expresión/liberación, aunque se pierdan los objetos disciplinares delimitados por un afán cientificista, o a costa de la posible ruptura con los “imperialismos” de las disciplinas (cfr. Martín-Barbero, 1989);
* el reconocimiento de los contextos históricos, socioculturales y políticos (además de los campos disciplinares) donde surgen o se originan los problemas y las producciones teóricas (cfr. la perspectiva al respecto de Armand Mattelart);
* la propuesta de algunas bases preliminares (que implican aquella recuperación y aquel reconocimiento histórico, y no una propuesta “fundacional”) para la construcción de un espacio teórico transdisciplinario, movido más por un campo problemático común con relaciones tensas, que por miradas disciplinares escindidas; lo que significa devolver el carácter ético-político al campo de Comunicación/Educación.
Por otra parte, al referirnos a Comunicación/Educación hacemos referencia a procesos y prácticas que se dan en los contextos de interrelación entre la cultura y la política. En este sentido, sería posible sostener que el objeto de este campo es la articulación entre formación de sujetos y producción de sentidos. Pero esto requiere una breve aclaración.
Sería posible sostener que existen dos caras de esa articulación entre formación de sujetos (objeto de la educación) y producción de sentidos (objeto de la comunicación):
1. Una cara es la que se percibe en el análisis de cómo los equipamientos culturales producen disposiciones subjetivas: históricamente considerado, cada nuevo equipamiento en el marco de una cultura (como lo son, por ejemplo, los medios y las nuevas tecnologías, pero también las distintas instituciones u organizaciones educativas) opera modificaciones en las disposiciones prácticas, las competencias, las percepciones, de los sujetos.
2. Otra cara es la que nos permite visualizar la articulación entre interpelaciones y reconocimientos (o no reconocimientos): existen “invitaciones” a ser de determinadas maneras, que funcionan como interpelaciones o “modelos de identificación” (sostenidos por los medios, por las escuelas, por grupos generacionales, políticos, sexuales, etc.), frente a los cuales los sujetos nos reconocemos (las asumimos, las hacemos propias, queremos ser lo que se nos invita a ser, las incorporamos, incluso las llevamos a la práctica) o no.
Esta doble cara, presente en prácticas y procesos político-culturales, es de por sí problemática y compleja y es, a la vez, el objeto (en sentido amplio) de investigaciones, prácticas, elaboración de perspectivas, en Comunicación/Educación.

1.2. El peligro de las reducciones del campo

El campo vincular de Comunicación/Educación se encuentra peligrosamente asediado por distintas reducciones, entre las cuales señalaremos las de mayor peso.
En primer lugar, necesitamos ponernos a resguardo de acceder a la problemática relación Comunicación/Educación desde una mirada unilateralmente pedagógica. El imperialismo pedagógico puede sumergirnos en una perspectiva acotada de lo que son y significan las prácticas profesionales del comunicador social o del periodista; aunque la “mirada pedagógica” pueda ofrecernos un valioso aporte al conocimiento de ciertos paradigmas referenciales de las “ciencias de la educación”, con posiblidad de ser confrontados con los paradigmas comunicacionales. La mera transfusión entre educación y comunicación, incluso la equivalencia entre ambos conceptos y procesos (véase Kaplún, 1992), nos hace caer en la trampa de un simplismo que, además, detiene las posibilidades de la práctica. No toda comunicación es educación ni viceversa; ni el comunicador necesariamente es un educador. Siempre las trampas de las totalizaciones (al estilo "comunicación y educación son lo mismo" o "comunicar es siempre educar") corren el peligro de convertirse en una nadería. Por esto, acceder a la relación Comunicación/Educación sólo desde la práctica educativa o la pedagogía o las teorías educativas o didácticas, podría significar un error epistemológico de peso. Como lo han sostenido tanto Saúl Taborda (1951) como más tarde Francisco Gutiérrez (1973), la cultura comunal y las transformaciones culturales (ambos escenarios comunicacionales no mediáticos) escapan al “orden” de la pedagogía y la didáctica, cuando estas tienen como obsesión el control de los procesos culturales: la educación no puede ser un filtro, sino que es un elemento en la articulación Comunicación/Educación.
En segundo lugar, también debemos prevenirnos de un acceso recalcado por la perspectiva tecnicista. La perspectiva tecnicista suele ser una de las más fuertes conspiraciones contra los estudios de comunicación. En el caso de la problemática relación Comunicación/Educación, la misma puede observarse de dos formas: (a) como la ya clásica confusión provocada por la asimilación de la comunicación a los medios; (b) como la confusión creada a partir del reduccionismo de la denominada “tecnología educativa”, según el cual debemos prestar atención a las innovaciones tecnológicas, la informática, la “privatización” educativa, la educación a distancia, como formas concretas de relación entre comunicación y educación. Investigadores como Pablo Casares, Guillermo Orozco Gómez, Daniel Prieto Castillo, entre otros, han alertado sobre la necesidad de que la racionalidad comunicativa (incluso en el sentido de racionalidad pedagógica) prime por sobre la racionalidad tecnológica (Casares, 1988; Prieto Castillo y Gutiérrez, 1991; Orozco Gómez, 1993).
En tercer lugar, necesitamos guarecernos de no caer en un mero interpretacionismo de lo que son y significan las relaciones entre Comunicación y Educación. Esta perspectiva podría ser definida con el concepto de Anthony Giddens de retirada hacia el código, donde el exagerado interés (estructuralista y posestructuralista) por lo semiótico oscurece el interés por lo social o lo semántico (Giddens, 1995). Tal perspectiva la hallamos en ciertos análisis acerca del paralelismo o el desplazamiento entre medios y escuela, y en el análisis semiótico del lenguaje, los rituales escolares, el currículum, la práctica educativa cotidiana, etc. La perspectiva semioticista o hermeneuticista puede entramparnos en un olvido o una huida de la comunicación como práctica social y como praxis (en el sentido de la Tesis 11 sobre Feuerbach, de Marx: "Los filósofos se han limitado a interpretar el mundo de distintos modos; de lo que se trata es de transformarlo"). Esto no significa incurrir en otra huida, ahora del análisis semiótico. Pero sí -acaso- recorrer el hilo pragmático, que no sólo remite al medio de interpretación social o semántico, sino que además registra el uso que hacen de las fórmulas los interlocutores que se proponen actuar unos sobre otros. Y recorrerlo con el interés de la praxis del comunicador.
Existen algunas reducciones clásicas vinculadas con cada uno de los campos disciplinares considerados por separado. La primera es la reducción de la Comunicación a los medios, cuestión que hace décadas viene siendo objeto de críticas y de llamados de atención por parte de los académicos en este campo. El “mediacentrismo” no sólo hace que se reduzca el campo de problemas, sino que además suele ignorar o escamotear el papel de las audiencias como sujetos de comunicación. En los últimos tiempos, sin embargo, parece haber una exagerada precaución acerca de esta reducción, lo que deviene en su opuesto: la ignorancia o escamoteo de los medios en los procesos de generación de conocimientos y socialidad en la actualidad. Principalmente, conviene no reducir la cuestión de los medios a problemas de “aparatos”, “contenidos” o “mensajes”, y, en cambio, prestar atención al carácter comunicacional de los medios: cómo se articulan con prácticas y procesos culturales, que también resultan potencialmente educativos, y cómo funcionan como agencias de interpelación para los sujetos, frente a las cuales los sujetos se reconocen (o no) y ante las cuales se forman o se educan.
La segunda reducción clásica es la reducción de la Educación a la escuela, en el ámbito de los estudios pedagógico-didácticos. Este problema aparece muchas veces ligado con la supuesta “crisis” de la escuela en la época de la cultura posmoderna y de los proyectos políticos neoconservadores; en tal escenario, es lógico y justo que necesitemos volver a pensar las finalidades de la escuela como institución educativa no sólo en la Modernidad, sino su “resignificación” en las coordenadas actuales. El olvido de los procesos educativos no formales e informales (tan vinculados con la época en que en la reflexión pedagógica había mucho de “pedagogía de la liberación”, de reflexiones en torno a la dependencia y el imperialismo o de concepciones restringidas de “educación popular”) podría significar un costo para el campo de Comunicación/Educación, principalmente por la potencialidad emancipatoria que esas estrategias suponen o han supuesto. También lo significaría el soslayo de los múltiples “polos” sociales que operan en la actualidad como formadores de sujetos, en la medida en que en ellos y con ellos los sujetos experimentan procesos identificatorios, a veces más fuertes que en las agencias consideradas clásicamente como “educativas” (cfr. Buenfil Burgos, 1992).
Una última reducción está ligada al despliegue de las prácticas en Comunicación/Educación y consiste en la reducción del campo a los proyectos o a las trayectorias prácticas. La importancia y validez de proyectos de trabajo en ámbitos educativos y comunicacionales, o en los medios y en la escuela, han producido un engrosamiento (como se afirmó al principio) de instancias concretas de vinculación y constitución del campo; pero, a la vez, la falta de reflexión crítica de esos proyectos, la ausencia de teorizaciones (al menos en el sentido de la “teoría fundada”) y de investigaciones sobre novedosas problemáticas, ha contribuido a empobrecer y achicar las potencialidades de este campo vincular.

1.3. Rastreo semántico y voluntad crítica

Bajo el imperio de la cibernética, las palabras o bien no significan o tienen demasiados significados (y cuando tienen demasiados significados, pierde peso la significación). ¿Qué significa Comunicación/Educación?
El verbo comunicar aparece en los diccionarios etimológicos antes que como el acto de transmitir o transferir (trasladar o transportar) algo a alguien, como “poner en común”, “comulgar”, “compartir”, lo que hace referencia a cierta ruptura con la dupla (típicamente moderna) sujeto/objeto y, de paso, se centra más en una situación existencial que en una actuación operacional, performativa o instrumental. Por su parte, el verbo educar posee una doble etimología que corresponde al significado que se dé al prefijo “e-”. La desinencia “-ducar” viene del verbo latino ducere que significa “conducir”. Educar significa “conducir hacia afuera”, “sacar desde adentro”, al modo de “ex-presar”, más que conducir hacia adentro o poner algo que está afuera dentro del hombre o de su mente. En este caso, se hace referencia a otra ruptura: la ruptura con el significado que privilegia el acto de transmitir, y su contrapartida: el acto de recibir e incorporar; lo que, de paso, pone en cuestión una perspectiva narrativa, “bancaria” y también tecnicista de la educación (cfr. Freire, 1970).
Los significados presentados contradicen algunas ideas corrientes sobre lo que es la comunicación y la educación. El planteamiento de estos significados a la vez arquetípicos (anteriores a “lo dicho” sobre la comunicación y la educación, a la manera de un discurso hegemónico) y extraordinarios (que están fuera y más allá de los significados ordinarios y establecidos), nos anima a pensar qué estamos haciendo, y no sólo cómo lo hacemos mejor, en cuanto al campo de Comunicación/Educación. Nos provoca un giro, una inversión (una kehre, en el sentido que le dio Heidegger), un corte en la manera como veníamos planteando el hacer (y el dejar de hacer), de manera de permitirnos reflexionar acerca de esta discontinuidad. Digo discontinuidad ya que estos significados ponen en evidencia y denuncian el fracaso y el límite de los significados hegemónicos o establecidos.
Comunicación y Educación están emparentados con otros términos que develan su significado y que tejen su sentido. Según la significación etimológica que hemos presentado, Comunicación y Educación deben ser diferenciados de:
* Información: puede confundirse o describirse la información como única dimensión de la Comunicación y de la Educación. Información proviene del verbo latino informare, que significa configurar el alma o dar forma a lo de “adentro” o formar en el ánimo. Esto está emparentado con un camino pretrazado en el que uno debe inscribirse y disciplinarse para llegar a un fin predeterminado. A su vez, el “alma” de la información es la “performatividad” (palabra tan cara para los tecnócratas posmodernos), que indica una forma (-formatividad) exacta (per) lograda a través de una actuación eficaz y eficiente. Por último, la información siempre indica, en los términos que se ha utilizado en pedagogía o comunicolo­gía, una inscripción o disciplinamiento de afuera hacia adentro, es decir: una manera de “meter adentro” y no de expresar, o de “inscribir en lo común” y no de comulgar.
* Interacción: la interacción tiene relación con la transmisión de datos e informaciones, donde “interactúan” conectores y difusores de esa información determinada. Es un concepto ligado más a la informática que a nuestro tema. La reducción a recibir y emitir información, a la manera de la Escuela de Palo Alto, del neoconductismo de la “tecnología educativa”, de las teorías cognitivas o de la “interacción” sistémica, centra todo proceso en una mera cuestión de datos y banaliza la Comunicación y la Educación.
* Interconexión: proviene del término latino anexus o “anejo”. Significa “unir a algo”, en el sentido de una unificación o de una mera complementariedad mecánica. La conexión/interconexión implica sólo contigüidad, adyacencia, contacto o yuxtaposición, en una situación mayor en extensión que podríamos caracterizar como “totalitaria”. Comunicación y Educación, en cambio, están indicando la proximidad y la diferencia que generan el campo propicio de ambas situaciones o acciones; por lo que está implicando, en cierto sentido no sustancializado, alteridad, reconocimiento del otro.
* Cibernética: alude a un “piloteo”, a la función del cerebro respecto de las máquinas. El término griego kybernao significa “conducir”; pero en principio designaba el conducir las naves, cuyo timonel era el kybernetikós o “cibernético”. Este conducir hace referencia a una técnica que, utilizada por el piloto, permite un eficiente interjuego entre medios y fines (aunque, entre los griegos, la figura del “gobernante” de la nave -pensando en lo político- la representa el pueblo). Comunicación y Educación están emparentadas, en su significación genealógica, con la ética y la política, pero no con la cibernética: su médula nos habla más de un proceso y una transformación que de un manejo o una prefiguración.
La recurrencia a la etimología, a la manera de una genealogía de la significación, indica la ruta de un giro que desafía los significados hegemónicos. Esto puede ocurrir siempre y cuando no nos quedemos anclados en un significado que, fuera de las condiciones de su significación, puede constituirse en idealista y generar posiciones idealizadas de Comunicación/Educación, en el sentido de hacerlas tan puras que resultaran inalcanzables para los procesos que se dan en lo concreto, como resultado de múltiples determinaciones.
Comunicación/Educación significan un territorio común, tejido por un estar en ese lugar con otros, configurados por memorias, por luchas, por proyectos. Significan el reconocimiento del otro en la trama del “nos-otros”. Significa un encuentro y reconstrucción permanente de sentidos, de núcleos arquetípicos, de utopías, transidos por un magma que llamamos cultura. En ese sentido, Comunicación y Educación deben ser comprendidas en las coordenadas de la cultura, entendida como espacio de hegemonía. Cultura, a la vez, como proceso y como estancia; y ambas comprensiones, sintetizadas en el término ethos, que a la vez significa “estancia” (segura) y “proceso” (inseguro). Ni sustancia, ni esencia: proceso, acción, estancia. Comunicación y Educación, entonces, tienen que comprenderse: como proceso/estancia donde cada grupo organiza su identidad en el interjuego entre hibridación y pemanencia; como proceso/estancia simbólica de producción y reproducción de la sociedad, donde se imbrica en lo estructural y, de manera compleja, en lo social y lo cultural; como proceso/estancia de conformación del consumo, la hegemonía y la legitimidad, o la configuración del poder y la política; como proceso/estancia de dramatización eufemizada de los conflictos. Estas cuatro formas de comprender la cultura significan, a su vez, otras tantas formas de indagar la relación Comunicación/Educación.
Sin embargo, también Comunicación/Educación significa la “puesta en común” y el “sacar afuera” en la trama de espectacularización, de massmediatización, de globalización y de consumo (entre otras cuestiones) que configura la vida humana de fines del siglo XX. Y esto es un desafío que implica hoy la necesidad de considerar a las identidades (en términos de cultura) también como relacionales, donde se juega permanentemente la tensión procesos/estancias. Los circuitos culturales, las refiguraciones de las esferas públicas, los no-lugares o lugares desocializados cuyo objeto es el consumo, la resignificación de lo político, las hibridaciones y heterogeneidades, los reconocimientos identitarios, las negociaciones de sentido a nivel global (aunque deban comprenderse en el marco de distancias cada vez más fuertes entre sectores económico-sociales y de nuevas formas de dependencia bajo la figura de la interdependencia) nos obligan a pensar que la “puesta en común” y el “sacar afuera” van mucho más allá (a la vez excediendo y redefiniendo) de los límites de lo personal o de los espacios íntimos.
Las palabras expresan un deseo. ¿Qué hay en la palabra que refleja un deseo? Las palabras Comunicación y Educación expresan una tensión entre presencia y ausencia, que puede ser la fibra misma del deseo. Un deseo entendido como radicalmente desarreglador de un orden, en cuanto que impregna la voluntad. Ambas palabras expresan un deseo y a la vez un interés (en el sentido de la racionalidad), plasmado en una voluntad: una voluntad de transformación. Casi con carácter profético, Comunicación y Educación denuncian aquello que se nombra como “Comunicación” y “Educación” y no significa ni “comunión” ni “vínculo” ni “expresión” ni “liberación”, y anuncian esa posibilidad revolucionaria, en el sentido del desarreglo que provoca el deseo. De allí que esta voluntad de transformación sea ética y política.
Dicho de otro modo, y asumiendo una ya clásica perspectiva de Héctor Schmucler (1984): Comunicación/Educación no sólo puede entenderse como un objeto constituido, sino principalmente como un objetivo por lograr; objetivo que conjuga deseo e interés crítico, que da sentido a las prácticas. Y este deseo/interés, esta voluntad de transformación es típica en el pensamiento latinoamericano al vincular la teoría y la práctica con la ética y la política.
Este interés/deseo, esta voluntad crítico-transformadora no sólo abarca y supera las fronteras entre las disciplinas, sino que impregna las prácticas, los ámbitos de investigación, las perspectivas teóricas, otorgando un sentido transdisciplinario al campo. La constelación de problemas que aparecen en este campo vincular de Comunicación/Educación hacen que, a la vez que no podamos circunscribir su estudio a una disciplina en particular, necesitemos buscar los rastros de un status epistemológico transdisciplinario. En tal contexto, una aproximación transdisciplinaria no se contentaría con lograr sólo interacciones o reciprocidades entre investigaciones especializadas, sino que situaría estas conexiones en el interior de un sistema total, sin fronteras estables entre las disciplinas (ver Apostel, 1983 y Piaget, 1982). Poner la mirada desde el esfuerzo de la aproximación transdisciplinaria quiere decir romper no sólo con el imperialismo de las disciplinas o con la obstinación de ciertas perspectivas con rasgos dogmáticos, sino dejarnos abarcar e impregnar por la voluntad de transformación.

1.4. Comunicación y Educación: entre lo evidente y lo intangible

Cuando el propósito es reflexionar cabalmente acerca de un campo relacional, problemático y complejo, como lo es el de Comunicación/Educación, ya sea que abordemos la relación y la refiguración de la “cultura escolar” respecto de las “nuevas formas culturales” y la “cultura mediática”, o si, en cambio, indaguemos lo que ocurre con “los procesos de comunicación” en los “ámbitos educativos” (procurando en ambos casos mirar las prácticas, las formas y las instituciones culturales), necesitamos rescatar, por un lado, las matrices tradicionales en cuanto formas estratégicas y residuales, emparentadas con la producción de ciertas representaciones imaginarias de la relación entre comunicación y educación; y, por otro, la configuración de determinadas prácticas encaradas por sujetos/agentes y la producción del discurso y el imaginario docente que incluye una toma de posición (una táctica) que se hace operativa en la práctica. Este interjuego entre las propuestas de acción macro y los quehaceres micro puede proporcionarnos una comprensión articulada acerca de cómo acontece aquella relación entre “cultura escolar” y “nuevas formas culturales” y/o “cultura mediática”, o entre “procesos de comunicación” y (o en) “ámbitos educativos”.
Pero, además, como aditamento de esa articulación, necesitamos hacer el esfuerzo por reconocer dos dimensiones que, en el marco de los procesos culturales, tienen como alcances tanto la educación como la comunicación. Dos dimensiones que pueden aparecérsenos como polares, como en relativa tensión, pero que, en realidad, no se comprenden la una sin la otra y que son separables sólo desde un punto de vista lógico, ya que aparecen entremezcladas en los procesos culturales. En otras palabras: ambas dimensiones no son más que aspectos o focalizaciones de una misma mirada, que puede otorgar nuevos sentidos a la relación entre comunicación y educación (en contextos socioculturales comunes):
* La mirada hacia lo más evidente. Esta primera dimensión está constituida por los medios y las tecnologías (la televisión, la radio, las revistas y diarios, las campañas, los textos o manuales, los recursos didácticos, las microcomputadoras, los programas interactivos, Internet, los medios grupales), y también por los dispositivos comunicacionales (dispositivos internos de las instituciones, discursos e imaginarios, las trayectorias y posiciones de los cuerpos, la comunicación interinstitucional, los flujos, los productos de la industria cultural).
* La mirada hacia lo más intangible. Esta segunda dimensión está configurada por una búsqueda que tiene relación con el problema del poder y de las identidades, especialmente[2]. Una comprensión de las relaciones, las prácticas, los espacios que pretenden desafiar, cuestionar, desarticular, resistir o negociar con el poder hegemónico; los escenarios y tácticas de lucha por la presencia, el reconocimiento y la configuración de identidades. Pero, además, el propósito de carácter político de “transformación”: cómo construir espacios democráticos de comunicación y cómo construirlos en las diferencias.

Bibliografía:
Apostel, B. y otros (1983), Interdisciplinariedad y ciencias humanas, Madrid, Tecnos-UNESCO.
Buenfil Burgos, R. (1992), “Consideraciones finales sobre lo educativo”, en El debate sobre el sujeto en el discurso marxista: Notas críticas sobre el reduccionismo de clase y educación, México, Tesis de Maestría, DIE-IPN.
Casares, P. (1988), "Informática, educación y dependencia", en Diá·logos, Lima, FELAFACS.
Freire, P. (1970), Pedagogía del oprimido, Montevideo, Tierra Nueva.
Giddens, A. (1995), La constitución de la sociedad, Buenos Aires, Amorrortu.
Gutiérrez, F. (1973), El lenguaje total. Pedagogía de los medios de comunicación, Bs. As., Humanitas.
Hall, S. (1998), "Significado, representación, ideología: Althusser y los debates posestructuralistas", en J. Curran y otros (comp.), Estudios culturales y comunicación, Barcelona, Paidós.
Kaplún, M. (1992), A la educación por la comunicación, Santiago de Chile, UNESCO/OREALC.
Martín-Barbero, J. (1989), Procesos de comunicación y matrices de cultura. Itinerario para salir de la razón dualista, México, FELAFACS, G. Gili.
Orozco Gómez, G. (1993), "La computadora en la educación: dos racionalidades en pugna", en Diá·logos, Lima, FELAFACS, Nº 37.
Piaget, J. (1982), "La epistemología de las relaciones interdisciplinarias", en Mecanismos del desarrollo mental, Madrid, Ed. Nacional.
Prieto Castillo, D. y F. Gutiérrez (1991), Las mediaciones pedagógicas. Apuntes para una educación a distancia alternativa, San José de Costa Rica, RNTC.
Schmucler, H. (1984), "Un proyecto de Comunicación/Cultura", en Comunicación y Cultura, Nº 12.
Taborda, S. (1951), Investigaciones pedagógicas, Córdoba, Ateneo Filosófico de Córdoba.

Notas:
[1] Según lo registran la afamada revista Journal of Communication en su número "Ferment in the Field", o el libro de Dervin, Gossberg, O'Keeffe y Wartella titulado Rethinking Communication.
[2] Es clave la aportación a esta indagación hecha recientemente por Stuart Hall, volviendo a reconectar los problemas de la significación con los de la ideología, más allá de los escamoteos posestructuralistas (Hall, 1998).

Jorge Huergo: Lo que articula lo educativo en las prácticas socioculturales

Cuando hablamos de lo educativo nos encontramos con dos tipos de representaciones[1] hegemónicas. Unas, hacen de lo educativo un proceso o una acción aislada de cualquier condicionante histórico-social y cultural. Otras, vinculan de manera absoluta y excluyente a lo educativo con la institución escolar y los procesos de escolarización.
En el primer tipo de representaciones, nos encontramos con los rastros y los residuos de posiciones idealistas y espiritualistas, que suelen “sacralizar” a la educación, abstrayéndola de cualquier determinación material. De este modo, los procesos educativos suelen verse como neutrales, más o menos estables en el tiempo, invariables en su definición y cargados de positividad, es decir, de “valores” y “prácticas positivas” socialmente. Esto sin estimar los modos en que los valores y las prácticas sociales sólo pueden comprenderse como “positivas” en un determinado tiempo y lugar. Por ejemplo, el uso de drogas puede ser positivo en determinadas culturas y estar cargado de connotaciones negativas en nuestras sociedades de consumo; las prácticas homosexuales pudieron ser aceptables y positivas en algunas comunidades y estar cargadas de significados negativos en ciertos sectores de nuestra sociedad, etc. Pero, además, suele otorgarse una carga negativa al hecho de robar, por ejemplo, aunque en ciertos pensamientos ético-políticos (como el de San Ambrosio en el siglo IV) es lícito en determinados contextos de necesidad vital, así como la acumulación de riquezas –en ese pensamiento- posee un carácter ilícito. Entonces, no siempre y en todo lugar lo “positivo”, desde el punto de vista axiológico, coincide. Tampoco es unívoca la positividad de los saberes incorporados en el proceso educativo. En otras culturas resulta positivo el conocimiento y el saber de “datos revelados” o de la magia, antes que el conocimiento científico, por ejemplo.
El segundo tipo de representaciones sociales ha ligado (de manera necesaria y casi excluyente) a la educación y lo educativo con los procesos de transmisión de conocimientos (prácticas, saberes y representaciones) y de habilitación para funcionar socialmente, que se viven en una institución: la escuela. Tal vez esto no sea tan cuestionable en situaciones sociales de “modernidad plena y exitosa”; pero lo es, en cambio, en sociedades no-modernas (anteriores a la modernidad o que no experimentan la cultura moderna occidental en el presente) y en sociedades como las nuestras, en las cuales los elementos fundantes y estructurantes de la modernidad están en crisis y descompostura. La escuela, como humanitas officina (un verdadero “laboratorio de humanidad”, según Juan Amós Comenio, fundador de la “didáctica moderna”), fue un nucleo organizacional de la modernidad occidental que se articuló con el desarrollo del capitalismo, de la industrialización y las formalidades de la “democracia” burguesa. La escuela es una institución que produjo prácticas, saberes y representaciones, y que las reprodujo con el propósito de incorporar a los individuos a las sociedades capitalistas, industrializadas y democráticas modernas (es decir, hizo de los individuos aislados, sujetos sociales). Pero la escuela no existió siempre y en todas las culturas, o no existió de la manera en que la conocemos hoy. Por otra parte, en la actualidad resulta dificultoso observar la acticulación de la escuela, por ejemplo, con el mundo del trabajo y con el ascenso social. Hoy experimentamos una crisis de esa institución formadora de aquellos sujetos sociales, producida en gran parte por los procesos de “globalización”, por las sucesivas políticas de reforma y ajuste neoliberal y por inadecuación entre los persistentes imaginarios de movilidad social (a partir de la escolarización) y las condiciones materiales concretas de ese ascenso (a través del trabajo o la profesión). Además, los saberes que se producen, se distribuyen, circulan y se reproducen a través de la escuela y los procesos de escolarización, difícilmente pueden ser vistos como aquéllos que nos permiten “funcionar” socialmente. Son saberes siempre desafiados y contestados por los saberes que proliferan alrededor de otros discursos sociales, como el mediático, el callejero, el comunal, el del mercado, etc.
Se nos hace necesario, entonces, proponer otra noción de lo educativo, que nos permita salirnos de esos dos tipos de representaciones. De este modo, optamos por la noción que propone la pedagoga mexicana Rosa Nidia Buenfil Burgos. Ella sostiene que

Lo que concierne específicamente a un proceso educativo consiste en que, a partir de una práctica de interpelación, el agente se constituya como un sujeto de educación activo incorporando de dicha interpelación algún nuevo contenido valorativo, conductual, conceptual, etc., que modifique su práctica cotidiana en términos de una transformación o en términos de una reafirmación más fundamentada. Es decir, que a partir de los modelos de identificación propuestos desde algún discurso específico (religioso, familiar, escolar, de comunicación masiva), el sujeto se reconozca en dicho modelo, se sienta aludido o acepte la invitación a ser eso que se le propone[2]

LAS INTERPELACIONES

§ Parten del reconocimiento del universo vocabular, o parten de intereses particulares y se implantan, o parten de un desconocimiento del contexto (como de la nada), o surgen de un espacio social existente
§ No son mensajes aislados (del tipo “tenés que ser adulto”, “hay que ser un buen ciudadano”, “debes ser un buen trabajador”); son conjuntos textuales
§ Pueden constituirse en todo un espacio u organización que se hace visible en un contexto social (como por ejemplo un sindicato, o las Madres, o una tribuna de fútbol), o pueden constituirse en estrategias más particulares, acciones y prácticas de agentes determinados (por ejemplo, un taller con mujeres pilagá, un programa radiofónico educativo)
§ Son llamados o invitaciones a hacer determinadas cosas, a ser de una manera, a pensar de una forma... Pero pueden ser mandatos que requieren el abandono de un aspecto de la identidad (como por ejemplo, ser civilizado dejando de ser bárbaro, o ser desarrollados abandonando prácticas tradicionales)
§ No están sólo constituidas por saberes, sino también por quehaceres, prácticas, posicionamientos, valores, ideologías...
§ Pueden dirigirse a los individuos para que hagan “sujetos” (por ejemplo, a individuos para que sean católicos, o comunistas, o bosteros). Pueden instalarse en un espacio social y dirigirse (aún no intencionalmente) a toda la sociedad (por ejemplo, la sola presencia de una organización como HIJOS o de una radio comunitaria, puede provocar un movimiento en una sociedad)
§ Pueden estar encarnadas en referentes (como los docentes, los padres, un animador cultural, un personaje mediático) o pueden ser referencias, como un espacio de comunicación (por ejemplo una murga, un grupo de mujeres, o de jóvenes, etc.)
§ Directa o indirectamente, toda interpelación le otorga significados a determinadas ideas (o significantes) que circulan en la sociedad o en los discursos sociales, como por ejemplo a las ideas de “desarrollo”, “saber”, “libertad”, “participación”...

Las interpelaciones, entonces, contienen una matriz de identificación. Nosotros, a veces, no nos identificamos con todos los elementos propuestos por la interpelación (contenidos, comportamientos, valores, ideas, prácticas, gustos, modos de vestirnos...) sino sólo con algún aspecto (por ejemplo, nos identificamos con el mensaje del Evangelio, o con algunas prácticas de grupos juveniles, pero no con las ideas de la jerarquí eclesial)

LOS RECONOCIMIENTOS

El reconocimiento subjetivo es central para que una interpelación adquiera sentido.
§ El reconocimiento no es sólo “conocimiento” de la interpelación, no basta con conocerla (porque puedo conocerla y ser indiferente a la interpelación). Puedo conocer por ejemplo la interpelación del discurso menemista, pero no por eso “reconocerla” (“no me interpela”)
§ El reconocimiento se dá en el nivel de la adhesión, de cierta incorporación de elementos de la interpelación o de su matriz de identificación
§ Es decir, tiene relación con el proceso de identificación. En algún o algunos aspectos, el sujeto se siente como perteneciendo a una identidad colectiva, que lo interpela (por ejemplo, la pertenencia a los ricotteros implica una adhesión y reconocimiento de algunos apsectos que me interpelan: las letras de las canciones, los movimientos, la música, el pogo, esa mística de los recitales... La pertenencia al peronismo, del mismo modo: a lo mejor “me llega” estar en la plaza llena, los bombos, ese temblor en el cuerpo que producen los bombos y los cánticos, la palabra de Perón o de Evita, aunque no lo “razonara”. Quiere decir que hay cierta incorporación: una posibilidad corporal de jugar el juego de determinadas prácticas, valores, ideas, identidades, gustos...)
§ El reconocimiento tiene relación con las identidades sociales. Las identidades sociales se constituyen por cuatro rasgos:
1. Pertenencia a un nosotros (me siento, me reconozco, como peronista, campesino, wichí, mujer, ricottero, HIJO...) y también distinción respecto a otros (no soy radical, no soy un burgués urbano, no soy toba...)
2. Ciertos atributos comunes (jergas, términos, estandartes, logos, banderas, cantos, movimientos corporales...) que los que pertenecemos a esa identidad podemos reconocer como propios
3. Una narrativa histórica común (aunque cada uno tenemos nuestra biografía, hay una historia común que nos marca, y que más o menos reconocemos y la contamos de manera similar todos los que pertenecemos a una identidad)
4. Cierto proyecto común (reconocemos cuáles son nuestros sueños o nuestros ideales, quiénes son nuestros aliados, los grandes caminos a seguir, con quiénes tenemos conflictos, cuáles son las grandes metas que nos unen...)

LAS PRÁCTICAS SOCIOCULTURALES

Pero para que todo el proceso sea educativo, no termina todo en el interjuego entre interpelaciones y reconocimientos. El proceso culmina en algún cambio en las prácticas socioculturales cotidianas.
§ El cambio en las prácticas (en los modos de hacer y de ser, en los saberes, en las formas de pensar, de posicionarnos...) puede tener dos sentidos:
1. La reafirmación más fundamentada de una práctica ya existente (como por ejemplo, de prácticas relacionadas con la medicina popular, o de saberes ancestrales de una cultura aborígen, o de los escraches...)
2. La transformación de una práctica que existe en la actualidad (por ejemplo, un modo distinto de relacionarnos los padres con los hijos, o de considerar a los jóvenes, o de posicionarnos frente a los poderosos, o de apropiarnos de los medios de comunicación como espacios de expresión ciudadana...)
§ Sólo al analizar las prácticas, podemos hacer una evaluación más adecuada del sentido político del proceso educativo, y sostener que:
1. El proceso educativo tiene un sentido hegemónico en la medida en que tiende a generar prácticas conformistas respecto a un orden social establecido, a las relaciones sociales que lo sostienen, a modos de pensar que avalan la dominación...
2. El proceso educativo tiene un sentido contrahegemónico en la medida en que tiende a generar distintos modos de cuestionamiento y resistencia y/o produce modificaciones en las relaciones sociales de dominación, en prejuicios o discriminaciones, en actitudes individualistas, en modos de pensar dogmáticos...

Notas:
[1] En principio, y genéricamente, consideramos las representaciones no tanto como un “reflejo” mental de la “realidad”, sino como un anudamiento entre determinados significantes y determinados significados, en un orden imaginario social.
[2] Rosa N. Buenfil Burgos, Análisis de discurso y educación, México, DIE, 1993; pp. 18-19.

Paulo Freire: "La importancia del acto de leer"

En Freire, Paulo: La importancia de leer y el proceso de liberación

Rara ha sido la vez, a lo largo de tantos años de práctica pedagógica, y por lo tanto política, en que me he permitido la tarea de abrir, de inaugurar o de clausurar encuentros o congresos.
Acepté hacerlo ahora, pero de la manera menos formal posible. Acepté venir aquí para hablar un poco de la importancia del acto de leer.
Me parece indispensable, al tratar de hablar de esa importancia, decir algo del momento mismo en que me preparaba para estar aquí hoy; decir algo del proceso en que me inserté mientras iba escribiendo este texto que ahora leo, proceso que implicaba una comprensión crítica del acto de leer, que no se agota en la descodificación pura de la palabra escrita o del lenguaje escrito, sino que se anticipa y se prolonga en la inteligencia del mundo. La lectura del mundo precede a la lectura de la palabra, de ahí que la posterior lectura de ésta no pueda prescindir de la continuidad de la lectura de aquél. Lenguaje y realidad se vinculan dinámicamente. La comprensión del texto a ser alcanzada por su lectura crítica implica la percepción de relaciones entre el texto y el contexto. Al intentar escribir sobre la importancia del acto de leer, me sentí llevado –y hasta con gusto– a “releer” momentos de mi práctica, guardados en la memoria, desde las experiencias más remotas de mi infancia, de mi adolescencia, de mi juventud, en que la importancia del acto de leer se vino constituyendo en mí.
Al ir escribiendo este texto, iba yo “tomando distancia” de los diferentes momentos en que el acto de leer se fue dando en mi experiencia existencial. Primero, la “lectura” del mundo, del pequeño mundo en que me movía; después la lectura de la palabra que no siempre, a lo largo de mi escolarización, fue la lectura de la “palabra-mundo”.
La vuelta a la infancia distante, buscando la comprensión de mi acto de “leer” el mundo particular en que me movía –y hasta donde no me está traicionando la memoria– me es absolutamente significativa. En este esfuerzo al que me voy entregando, re-creo y re-vivo, en el texto que escribo, la experiencia en el momento en que aún no leía la palabra. Me veo entonces en la casa mediana en que nací en Recife, rodeada de árboles, algunos de ellos como si fueran gente, tal era la intimidad entre nosotros; a su sombra jugaba y en sus ramas más dóciles a mi altura me experimentaba en riesgos menores que me preparaban para riesgos y aventuras mayores. La vieja casa, sus cuartos, su corredor, su sótano, su terraza –el lugar de las flores de mi madre–, la amplia quinta donde se hallaba, todo eso fue mi primer mundo. En él gateé, balbuceé, me erguí, caminé, hablé. En verdad, aquel mundo especial se me daba como el mundo de mi actividad perceptiva, y por eso mismo como el mundo de mis primeras lecturas. Los “textos”, las “palabras”, las “letras” de aquel contexto –en cuya percepción me probaba, y cuanto más lo hacía, más aumentaba la capacidad de percibir– encarnaban una serie de cosas, de objetos, de señales, cuya comprensión yo iba aprendiendo en mi trato con ellos, en mis relaciones mis hermanos mayores y con mis padres.
Los “textos”, las “palabras”, las “letras” de aquel contexto se encarnaban en el canto de los pájaros: el del sanbaçu, el del olka-pro-caminho-quemvem, del bem-te-vi, el del sabiá; en la danza de las copas de los árboles sopladas por fuertes vientos que anunciaban tempestades, truenos, relámpagos; las aguas de la lluvia jugando a la geografía, inventando lagos, islas, ríos, arroyos. Los “textos”, las “palabras”, las “letras” de aquel contexto se encarnaban también en el silbo del viento, en las nubes del cielo, en sus colores, en sus movimientos; en el color del follaje, en la forma de las hojas, en el aroma de las hojas –de las rosas, de los jazmines–, en la densidad de los árboles, en la cáscara de las frutas. En la tonalidad diferente de colores de una misma fruta en distintos momentos: el verde del mago-espada hinchado, el amarillo verduzco del mismo mango madurando, las pintas negras del mago ya más que maduro. La relación entre esos colores, el desarrollo del fruto, su resistencia a nuestra manipulación y su sabor. Fue en esa época, posiblemente, que yo, haciendo y viendo hacer, aprendí la significación del acto de palpar.
De aquel contexto formaban parte además los animales: los gatos de la familia, su manera mañosa de enroscarse en nuestras piernas, su maullido de súplica o de rabia; Joli, el viejo perro negro de mi padre, su mal humor cada vez que uno de los gatos incautamente se aproximaba demasiado al lugar donde estaba comiendo y que era suyo; “estado de espíritu”, el de Joli en tales momentos, completamente diferente del de cuando casi deportivamente perseguía, acorralaba y mataba a uno de los zorros responsables de la desaparición de las gordas gallinas de mi abuela.
De aquel contexto –el del mi mundo inmediato– formaba parte, por otro lado, el universo del lenguaje de los mayores, expresando sus creencias, sus gustos, sus recelos, sus valores. Todo eso ligado a contextos más amplios que el del mi mundo inmediato y cuya existencia yo no podía ni siquiera sospechar.
En el esfuerzo por retomar la infancia distante, a que ya he hecho referencia, buscando la comprensión de mi acto de leer el mundo particular en que me movía, permítanme repetirlo, re-creo, re-vivo, la experiencia vivida en el momento en que todavía no leía la palabra. Y algo que me parece importante, en el contexto general de que vengo hablando, emerge ahora insinuando su presencia en el cuerpo general de estas reflexiones. Me refiero a mi miedo de las almas en pena cuya presencia entre nosotros era permanente objeto de las conversaciones de los mayores, en el tiempo de mi infancia. Las almas en pena necesitaban de la oscuridad o la semioscuridad para aparecer, con las formas más diversas: gimiendo el dolor de sus culpas, lanzando carcajadas burlonas, pidiendo oraciones o indicando el escondite de ollas. Con todo, posiblemente hasta mis siete años en el barrio de Recife en que nací iluminado por faroles que se perfilaban con cierta dignidad por las calles. Faroles elegantes que, al caer la noche, se “daban” a la vara mágica de quienes los encendían. Yo acostumbraba acompañar, desde el portón de mi casa, de lejos, la figura flaca del “farolero” de mi calle, que venía viniendo, andar cadencioso, vara iluminadora al hombro, de farol en farol, dando luz a la calle. Una luz precaria, más precaria que la que teníamos dentro de la casa. Una luz mucho más tomada por las sombras que iluminadora de ellas.
No había mejor clima para travesuras de las alma que aquél. Me acuerdo de las noches en que, envuelto en mi propio miedo, esperaba que el tiempo pasara, que la noche se fuera, que la madrugada semiclareada fuera llegando, trayendo con ella el canto de los pajarillos “amanecedores”.
Mis temores nocturnos terminaron por aguzarme, en la smañanas abiertas, la percepción de un sinnúmero de ruidos que se perdía en la claridad y en la algaraza de los días y resultaban misteriosamente subrayados en el silencio profundo de las noches.
Pero en la medida en que fui penetrando en la intimidad de mi mundo, en que lo percibía mejor y lo “entendía” en la lectura que de él iba haciendo, mis temores iban disminuyendo.
Pero, es importante decirlo, la “lectura” de mi mundo, que siempre fundamental para mí, no hizo de mí sino un niño anticipado en hombre, un racionalista de pantalón corto. La curiosidad del niño no se iba a distorsionar por el simple hecho de ser ejercida, en lo cual fui más ayudado que estorbado por mis padres. Y fue con ellos, precisamente, en cierto momento de esa rica experiencia de comprensión de mi mundo inmediato, sin que esa comprensión significara animadversión por lo que tenía encantadoramente misterioso, que comencé a ser introducido en la lectura de la palabra. El desciframiento de la palabra fluía naturalmente de la “lectura” del mundo particular. No era algo que se estuviera dando supuesto a él. Fui alfabetizado en el suelo de la quinta de mi casa, a la sombra de los mangos, con palabras de mi mundo y no del mundo mayor de mis padres. El suelo mi pizarrón y las ramitas fueron mis gis.
Es por eso por lo que, al llegar a la escuelita particular de Eunice Vasconcelos, cuya desaparición reciente me hirió y me dolió, y a quien rindo ahora un homenaje sentido, ya estaba alfabetizado. Eunice continuo y profundizó el trabajo de mis padres. Con ella, la lectura de la palabra, de la frase, de la oración, jamás significó una ruptura con la “lectura” del mundo. Con ella, la lectura de la palabra fue la lectura de la “palabra-mundo”.
Hace poco tiempo, con profundo emoción, visité la casa donde nací. Pisé el mismo suelo en que me erguí, anduve, corrí, hablé y aprendí a leer. El mismo mundo, el primer mundo que se dio a mi comprensión por la “lectura” que de él fui haciendo. Allí reecontré algunos de los árboles de mi infancia. Los reconocí sin dificultad. Casi abracé los gruesos troncos –aquellos jóvenes troncos de mi infancia. Entonces, una nostalgia que suelo llamar mansa o bien educada, saliendo del suelo, de los árboles, de la casa, me envolvió cuidadosamente. Dejé la casa contento, con la alegría de quien reencuentra personas queridas.
Continuando en ese esfuerzo de “releer” momentos fundamentales de experiencias de ni infancia, de mi adolescencia, de mi juventud, en que la comprensión crítica de la importancia del acto de leer se fue constituyendo en mí a través de su práctica, retomo el tiempo en que, como alumno del llamado curso secundario, me ejercité en la percepción crítica de los textos que leía en clase, con la colaboración, que hasta hoy recuerdo, de mi entonces profesor de lengua portuguesa.
No eran, sin embargo, aquellos momentos puros ejercicios de los que resultase un simple darnos cuenta de la existencia de una página escrita delante de nosotros que debía ser cadenciada, mecánica y fastidiosamente “deletrada” en lugar de realmente leída. No eran aquellos momentos “lecciones de lectura” en el sentido tradicional esa expresión. Eran momentos en que los textos se ofrecían a nuestra búsqueda inquieta, incluyendo la del entonces joven profesor José Pessoa. Algún tiempo después, como profesor también de portugués, en mis veinte años, viví intensamente la importancia del acto de leer y de escribir, en el fondo imposibles de dicotomizar, con alumnos de los primeros años del entonces llamado curso secundario. La conjugación, la sintaxis de concordancia, el problema de la contradicción, la enciclisis pronominal, yo no reducía nada de eso a tabletas de conocimientos que los estudiantes debían engullir. Todo eso, por el contrario, se proponía a la curiosidad de los alumnos de manera dinámica y viva, en el cuerpo mismo de textos, ya de autores que estudiábamos, ya de ellos mismos, como objetos a desvelar y no como algo parado cuyo perfil yo describiese. Los alumnos no tenían que memorizar mecánicamente la descripción del objeto, sino aprender su significación profunda. Sólo aprendiéndola serían capaces de saber, por eso, de memorizarla, de fijarla. La memorización mecánica de la descripción del objeto no se constituye en conocimiento del objeto. Por eso es que la lectura de un texto, tomado como pura descripción de un objeto y hecha en el sentido de memorizarla, ni es real lectura ni resulta de ella, por lo tanto, el conocimiento de que habla el texto.
Creo que mucho de nuestra insistencia, en cuanto profesores y profesoras, en que los estudiantes “lean”, en un semestre, un sinnúmero de capítulos de libros, reside en la comprensión errónea que a veces tenemos del acto de leer. En mis andanzas por el mundo, no fueron pocas las veces en que los jóvenes estudiantes me hablaron de su lucha con extensas bibliografías que eran mucho más para ser “devoradas” que para ser leídas o estudiadas. Verdaderas “lecciones de lectura” en el sentido más tradicional de esta expresión, a que se hallaban sometidos en nombre de su formación científica y de las que debían rendir cuenta a través del famoso control de lectura. En algunas ocasiones llegué incluso a ver, en relaciones bibliográficas, indicaciones sobre las páginas de este o aquel capítulo de tal o cual libro que debían leer: “De la página 15 a la 37”.
La insistencia en la cantidad de lecturas sin el adentramiento debido en los textos a ser comprendidos, y no mecánicamente memorizados, revela una visión mágica de la palabra escrita. Visión que es urgente superar. La misma, aunque encarnada desde otro ángulo, que se encuentra, por ejemplo, en quien escribe, cuando identifica la posible calidad o falta de calidad de su trabajo con la cantidad páginas escritas. Sin embargo, uno de los documentos filosóficos más importantes que disponemos, las Tesis sobre Feuerbach de Marx, ocupan apenas dos páginas y media...
Parece importante, sin embargo, para evitar una comprensión errónea de lo que estoy afirmando, subrayar que mi crítica al hacer mágica la palabra no significa, de manera alguna, una posición poco responsable de mi parte con relación a la necesidad que tenemos educadores y educandos de leer, siempre y seriamente, de leer los clásicos en tal o cual campo del saber, de adentrarnos en los textos, de crear una disciplina intelectual, sin la cual es posible nuestra práctica en cuanto profesores o estudiantes.
Todavía dentro del momento bastante rico de mi experiencia como profesor de lengua portuguesa, recuerdo, tan vivamente como si fuese de ahora y no de un ayer ya remoto, las veces en que me demoraba en el análisis de un texto de Gilberto Freyre, de Lins do Rego, de Graciliano Ramos, de Jorge Amado. Textos que yo llevaba de mi casa y que iba leyendo con los estudiantes, subrayando aspectos de su sintaxis estrechamiento ligados, con el buen gusto de su lenguaje. A aquellos análisis añadía comentarios sobre las necesarias diferencias entre el portugués de Portugal y el portugués de Brasil.
Vengo tratando de dejar claro, en este trabajo en torno a la importancia del acto de leer –y no es demasiado repetirlo ahora–, que mi esfuerzo fundamental viene siendo el de explicar cómo, en mí, se ha venido destacando esa importancia. Es como si estuviera haciendo la “arqueología” de mi comprensión del complejo acto de leer, a lo largo de mi experiencia existencial. De ahí que haya hablado de momentos de mi infancia, de mi adolescencia, de los comienzos de mi juventud, y termine ahora reviendo, en rasgos generales, algunos de los aspectos centrales de la proposición que hice hace algunos años en el campo de la alfabetización de adultos.
Inicialmente me parece interesante reafirmar que siempre vi la alfabetización de adultos como un acto político y como un acto de conocimiento, y por eso mismo un acto creador. Para mí sería imposible de comprometerme en un trabajo de memorización mecánica de ba-be-bi-bo-bu, de la-le-li-lo-lu. De ahí que tampoco pudiera reducir la alfabetización a la pura enseñanza de la palabra, de las sílabas o de las letras. Enseñanza en cuyo proceso el alfabetizador iría “llenando” con sus palabras las cabezas supuestamente “vacías” de los alfabetizandos. Por el contrario, en cuanto acto de conocimiento y acto creador, el proceso de la alfabetización tiene, en el alfabetizando, su sujeto. El hecho de que éste necesite de la ayuda del educador, como ocurre en cualquier acción pedagógica, no significa que la ayuda del educador deba anular su creatividad y su responsabilidad en la creación de su lenguaje escrito y en la lectura de su lenguaje. En realidad, tanto el alfabetizador como el alfabetizando, al tomar, por ejemplo, un objeto, como lo hago ahora con el que tengo entre los dedos, sienten el objeto, perciben el objeto sentido y son capaces de expresar verbalmente el objeto sentido y percibido. Como yo, el analfabeto es capaz de sentir la pluma, de percibir la pluma, de decir la pluma. Yo, sin embargo, soy capaz de no sólo sentir la pluma, sino además de escribir pluma y, en consecuencia, leer pluma. La alfabetización es la creación o el montaje de la expresión escrita de la expresión oral. Ese montaje no lo puede hacer el educador para los educandos, o sobre ellos. Ahí tiene él un momento de su tarea creadora.
Me parece innecesario extenderme más, aquí y ahora, sobre lo que he desarrollado, en diferentes momentos, a propósito de la complejidad de este proceso. A un punto, sin embargo, aludido varias veces en este texto, me gustaría volver, por la significación que tiene para la comprensión crítica del acto de leer y, por consiguiente, para la propuesta de alfabetización a que me he consagrado. Me refiero a que la lectura del mundo precede siempre a la lectura de la palabra y la lectura de ésta implica la continuidad de la lectura de aquél. En la propuesta a que hacía referencia hace poco, este movimiento del mundo a la palabra y de la palabra al mundo está siempre presente. Movimiento en que la palabra dicha fluye del mundo mismo a través de la lectura que de él hacemos. De alguna manera, sin embargo, podemos ir más lejos y decir que la lectura de la palabra no es sólo precedida por la lectura del mundo sino por cierta forma de “escribirlo” o de “rescribirlo”, es decir de transformarlo a través de nuestra práctica consciente.
Este movimiento dinámico es uno de los aspectos centrales, para mí, del proceso de alfabetización. De ahí que siempre haya insistido en que las palabras con que organizar el programa de alfabetización debían provenir del universo vocabular de los grupos populares, expresando su verdadero lenguaje, sus anhelos, sus inquietudes, sus reivindicaciones, sus sueños. Debían venir cargadas de la significación de su experiencia existencial y no de la experiencia del educador. La investigación de lo que llamaba el universo vocabular nos daba así las palabras del Pueblo, grávidas de mundo. Nos llegaban a través de la lectura del mundo que hacían los grupos populares. Después volvían a ellos, insertas en lo que llamaba y llamo codificaciones, que son representaciones de la realidad.
La palabra ladrillo, por ejemplo, se insertaría en una representación pictórica, la de un grupo de albañiles, por ejemplo, construyendo una casa. Pero, antes de la devolución, en forma escrita, de la palabra oral de los grupos populares, a ellos, para el proceso de su aprehensión y no de su memorización mecánica, solíamos desafiar a los alfabetizandos con un conjunto de situaciones codificadas de cuya descodificación o “lectura” resultaba la percepción crítica de lo que es la cultura, por la comprensión de la práctica o del trabajo humano, transformador del mundo, En el fondo, ese conjunto de representaciones de situaciones concretas posibilitaba a los grupos populares una “lectura” de la “lectura” anterior del mundo, antes de la lectura de la palabra.
Esta “lectura” más crítica de la “lectura” anterior menos crítica del mundo permitía a los grupos populares, a veces en posición fatalista frente a las injusticias, una comprensión diferente de su indigencia.
Es en este sentido que la lectura crítica de la realidad, dándose en un proceso de alfabetización o no, y asociada sobre todo a ciertas prácticas claramente políticas de movilización y de organización, puede constituirse en un instrumento para lo que Gramsci llamaría acción contrahegemónica.
Concluyendo estas reflexiones en torno a la importancia del acto de leer, que implica siempre percepción crítica, interpretación y “reescritura” de lo leído, quisiera decir que, después de vacilar un poco, resolví adoptar el procedimiento que he utilizado en el tratamiento del tema, en consonancia con mi forma de ser y con lo que puedo hacer.
Finalmente, quiero felicitar a quienes idearon y organizaron este congreso. Nunca, posiblemente, hemos necesitado tanto de encuentros como éste, como ahora.

12 de noviembre de 1981

Gilberto Giménez: Para una teoría de las identidades sociales

En Revista Frontera Norte, Volumen 9, No. 18, 1997

Resumen

Aunque los lineamientos básicos de una teoría de la identidad ya se encuentra en filigrana en los clásicos, su reactivación reciente coincide, en el plano teórico, con la revalorización de la “agency” (“retorno del sujeto”), y en el plano político, con la proliferación de los movimientos sociales y la reafirmación de los particularismos étnicos frente a la globalización y a la crisis del Estado-nacional. Esta teoría se encuentra desigualmente elaborada en las distintas ciencias sociales, pero de modo general gira en torno a la idea de una distintividad cualitativa socialmente situada y basada en tres criterios básicos: una red de pertenencias sociales (identidad de rol o de pertenencia), un sistema de atributos distintivos (identidad “caracteriológica”) y la narrativa de una biografía incanjeable (“identidad íntima” o identidad biográfica) o de una memoria colectiva. Así concebida, la identidad tiene un carácter no sólo descriptivo, sino explicativo, y ha revelado sus virtudes heurísticas contribuyendo a revitalizar diferentes campos de estudios, entre ellos los referentes a los problemas fronterizos y a las migraciones internacionales.

1. Introducción

Comencemos señalando una paradoja: la aparición del concepto de identidad en las ciencias sociales es relativamente reciente, hasta el punto de que resulta difícil encontrarlo entre los títulos de una bibliografía antes de 1968. Sin embargo, los elementos centrales de este concepto ya se encontraban –en filigrana y bajo formas equivalentes– en la tradición socioantropológica desde los clásicos (Pollini, 1987). ¿Qué es lo que explica, entonces, su tematización explícita cada vez más frecuente en los dos últimos decenios, durante los cuales se han ido multiplicando exponencialmente los artículos, libros y seminarios que tratan explícitamente de identidad cultural, de identidad social o, simplemente, de identidad (tema de un seminario de Levi-Strauss entre 1974 y 1975, y de un libro clásico de Loredana Sciolla publicado en 1983)?.
Partiendo de la idea de que los nuevos objetos de estudio no nos caen del cielo, J. W. Lapierre sostiene que el tópico de la identidad ha sido impuesto inicialmente a la atención de los estudiosos en ciencias sociales por la emergencia de los movimientos sociales que han tomado por pretexto la identidad de un grupo (étnico, regionales, etc.) o de una categoría social (movimientos feministas, por ejemplo) para cuestionar una relación de dominación o reivindicar su autonomía.

En los diferentes puntos del mundo, los movimientos de minorías étnicas o lingüísticas han suscitado interrogaciones o investigaciones sobre la persistencia y el desarrollo de las identidades culturales. Algunos de estos movimientos son muy antiguos (piénsese, por ejemplo, en los kurdos). Pero sólo han llegado a imponerse en el campo de la problemática de las ciencias sociales en cierto momento de su dinamismo que coincide, por cierto, con la crisis del Estado-nación y de su soberanía atacada simultáneamente desde arriba (el poder de las firmas multinacionales y la dominación hegemónica de las grandes potenciales) y desde abajo (las reivindicaciones regionalistas y los particularismos culturales). (Lapierre, 1984, p. 197).

Las nuevas problemáticas últimamente introducidas por la dialéctica entre globalización y neolocalismos, por la transnacionalización de las franjas fronterizas y, sobre todo, por los grandes flujos migratorios que han terminado por transplantar el “mundo subdesarrollado” en el corazón de las “naciones desarrolladas”, lejos de haber cancelado o desplazado el paradigma de la identidad, parecen haber contribuido más bien a reforzar su pertinencia y operacionalidad como instrumento de análisis teórico y empírico.
En lo que sigue nos proponemos un objetivo limitado y preciso: reconstruir –mediante un ensayo de homologación y de síntesis– los lineamientos centrales de la teoría de la identidad, a partir de los desarrollos parciales y desiguales de esta teorías esencialmente interdisciplinaria en las diferentes disciplinas sociales, particularmente en la sociología, la antropología y la psicología social. Creemos que de este modo se puede sortear, al menos parcialmente, la anarquía reinante en cuanto a los usos del término “identidad”, así como el caos terminológico que habitualmente le sirve de cortejo.

2. Identidad como distinguibilidad

Nuestra propuesta inicial es situar la problemática de la identidad en la intersección de una teoría de la cultura y de una teoría de los actores sociales (“agency”). O más precisamente, concebir la identidad como elemento de una teoría de la cultura distintivamente internalizada como “habitus” (Bourdieu, 1979, pp. 3-6) o como “representaciones sociales” (Abric, 1994, p. 16) por los actores sociales, sean estos individuales o colectivos. De este modo, la identidad no sería más que el lado subjetivo de la cultura considerada bajo el ángulo de su función distintiva.
Por eso, la vía más expedita para adentrarse en la problemática de la identidad quizás sea la que parte de la idea misma de distinguibilidad.
En efecto, la identidad se atribuye siempre en primera instancia a una unidad distinguible, cualquier que ésta sea (una roca, un árbol, un individuo o un grupo social). “En la teoría filosófica” –dice D. Heinrich–, “la identidad es un predicado que tiene una función particular; por medio de él una cosa u objeto particular se distingue como tal de las demás de su misma especie” (Habermas, 1987, II, p. 145).
Ahora bien, hay que advertir de inmediato que existe una diferencia capital entre la distinguibilidad de las cosas y la distinguibilidad de las personas. Las cosas sólo pueden ser distinguidas, definidas, categorizadas y nombradas a partir de rasgos objetivos observables desde el punto de vista del observador externo, que es el de la tercera persona. Tratándose de personas, en cambio, la posibilidad de distinguirse de los demás también tiene que ser reconocida por los demás en contextos de interacción y de comunicación, lo que requiere una “intersubjetividad lingüística” que moviliza tanto la primera persona (el hablante) como la segunda (el interpelado, el interlocutor) (Habermas, 1987, II, p. 144). Dicho de otro modo, las personas no sólo están investidas de una identidad numérica, como las cosas, sino también –como se verá enseguida– de una identidad cualitativa que se forma, se mantiene y se manifiesta en y por los procesos de interacción y comunicación social (Habermas, 1987, II, p. 145).[1]
En suma, no basta que las personas se perciban como distintas bajo algún aspecto; también tienen que ser percibidas y reconocidas como tales. Toda identidad (individual o colectiva) requiere la sanción del reconocimiento social para que exista social y públicamente [2].

2.1. Una tipología elemental
Situándose en esta perspectiva de polaridad entre autorreconocimiento y heterorreconocimiento –a su vez articulada según la doble dimensión de la identificación (capacidad del actor de afirmar la propia continuidad y permanencia y de hacerlas reconocer por otros) y de la afirmación de la diferencia (capacidad de distinguirse de otros y de lograr el reconocimiento de esta diferencia)–, Alberto Melucci (1991, pp. 40-42) elabora una tipología elemental que distingue analíticamente cuatro posibles configuraciones identitarias:
1) identidades segregadas, cuando el actor se identifica y afirma su diferencia independientemente de todo reconocimiento por parte de otros;[3]
2) identidades heterodirigidas, cuando el actor es identificado y reconocido como diferente por los demás, pero él mismo posee una débil capacidad de reconocimiento autónomo;[4]
3) identidades etiquetadas, cuando el actor se autoidentifica en forma autónoma, aunque su diversidad ha sido fijada por otros;[5]
4) identidades desviantes, en cuyo caso

existe una adhesión completa a las normas y modelos de comportamiento que proceden de afuera, de los demás; pero la imposibilidad de ponerlas en práctica nos induce a rechazarlos mediante la exasperación de nuestra diversidad (p. 42).[6]

Esta tipología de Melucci revista gran interés, no tanto por su relevancia empírica, sino porque ilustra como la identidad de un determinado actor social resulta, en un momento dado, de una especie de transacción entre auto y heterorreconocimiento. La identidad concreta se manifiesta, entonces, bajo configuraciones que varían según la presencia y la intensidad de los polos que la constituyen. De aquí se infiere que, propiamente hablando, la identidad no es una esencia, un atributo o una propiedad intrínseca del sujeto, sino que tiene un carácter intersubjetivo y relacional. Es la autopercepción de un sujeto en relación con los otros; a los que corresponde, a su vez, el reconocimiento y la “aprobación” de los otros sujetos. En suma, la identidad de un actor social emerge y se afirma sólo en la confrontación con otras identidades en el proceso de interacción social, la cual frecuentemente implica relación desigual y, por ende, luchas y contradicciones.

2.2. Una distinguibilidad cualitativa
Dejamos dicho que la identidad de las personas implica una distinguibilidad cualitativa (y no sólo numérica) que se revela, se afirma y se reconoce en los contextos pertinentes de interacción y comunicación social. Ahora bien, la idea misma de “distinguibilidad” supone la presencia de elementos, marcas, características o rasgos distintivos que definen de algún modo la especificidad, la unicidad o la no sustituibilidad de la unidad considerada. ¿Cuáles son esos elementos diferenciadores o diacríticos en el caso de la identidad de las personas?
Las investigaciones realizadas hasta ahora destacan tres series de elementos:
1) la pertenencia a una pluralidad de colectivos (categorías, grupos, redes y grandes colectividades)
2) la presencia de un conjunto de atributos idiosincráticos o relacionales, y
3) una narrativa biográfica que recoge la historia de vida y la trayectoria social de la persona considerada.
Por lo tanto, el individuo se ve a sí mismo –y es reconocido– como “perteneciendo” a una serie de colectivos, como “siendo” una serie de atributos y como “cargando” un pasado biográfico incanjeable e irrenunciable.

2.2.1. La pertenencia social
La tradición sociológica ha establecido sólidamente la tesis de que la identidad del individuo se define principalmente –aunque no exclusivamente– por la pluralidad de sus pertenencias sociales. Así, por ejemplo, desde el punto de vista de la personalidad individual se puede decir que

el hombre moderno pertenece en primera instancia a la familia de sus progenitores; luego, a la fundada por él mismo, y por lo tanto, también a la de su mujer; por último, a su profesión, que ya de por sí lo inserta frecuentemente en numerosos círculos de intereses [...]. Además, tiene conciencia de ser ciudadano de un Estado y de pertenecer a un determinado estrato social. Por otra parte, puede ser oficial de reserva, pertenecer a un par de asociaciones y poseer relaciones sociales conectadas, a su vez, con los más variados círculos sociales... (G. Simmel, citado por Pollini, 1987, p. 32).

Pues bien, esta pluralidad de pertenencias, lejos de eclipsar la identidad personal, es precisamente la que la define y constituye. Más aún, según G. Simmel debe postularse una correlación positiva entre el desarrollo de la identidad del individuo y la amplitud de sus círculos de pertenencia (Pollini, 1987, p. 33). Es decir, cuanto más amplios son los círculos sociales de los que se es miembro, tanto más se refuerza y se refina la identidad personal.
¿Pero qué significa la pertenencia social? Implica la inclusión de la personalidad individual en una colectividad hacia la cual se experimenta un sentimiento de lealtad. Esta inclusión se realiza generalmente mediante la asunción de algún rol dentro de la colectividad considerada (v.g., el rol de simple fiel dentro de una Iglesia cristiana, con todas las expectativas de comportamiento anexas al mismo); pero sobre todo mediante la apropiación e interiorización al menos parcial del complejo simbólico-cultural que funge como emblema de la colectividad en cuestión (v.g., el credo y los símbolos centrales de una Iglesia cristiana) (Pollini, 1990, p. 186). De donde se sigue que el estatus de pertenencia tiene que ver fundamentalmente con la dimensión simbólico-cultural de las relaciones e interacciones sociales.
Falta añadir una consideración capital: la pertenencia social reviste diferentes grados, que pueden ir de la membresía meramente nominal y periférica a la membresía militante e incluso conformista, y no excluye por sí misma la posibilidad del disenso. En efecto, la pertenencia categorial no induce necesariamente la despersonalización y la uniformización de los miembros del grupo. Más aún, la pertenencia puede incluso favorecer, en ciertas condiciones y en función de ciertas variables, la afirmación de las especificidades individuales de los miembros (Lorenzi-Gioldi, 1988, p. 19). Algunos autores llaman “identización” a esta búsqueda, por parte del individuo, de cierto margen de autonomía con respecto a su propio grupo de pertenencia (Tap, 1980).
Ahora bien, ¿cuáles son, en términos más concretos, los colectivos a los que un individuo puede pertenecer?
Propiamente hablando y en sentido estricto, se puede pertenecer –y manifestar lealtad– sólo a los grupos y a las colectividades definidas a la manera de Merton (1965, pp. 240-249).[7] Pero en un sentido más lato y flexible también se puede pertenecer a determinadas “redes” sociales (network), definidas como relaciones de interacción coyunturalmente actualizadas por los individuos que las constituyen,[8] y a determinadas “categorías sociales”, en el sentido más bien estadístico del término.[9] Las “redes de interacción tendrían particular relevancia en el contexto urbano (Guidicini, 1985, p. 48). Por lo que toca a la pertenencia categorial –v.g., ser mujer, maestro, clasemediero, yuppie–, sabemos que desempeña un papel fundamental en la definición de algunas identidades sociales (por ejemplo, la identidad de género), debido a las representaciones y estereotipos que se le asocian.[10]
La tesis de que la pertenencia a un grupo o a una comunidad implica compartir el complejo simbólico-cultural que funciona como emblema de los mismos no permite reconceptualizar dicho complejo en términos de “representaciones sociales”. Entonces, diremos que pertenecer a un grupo o a una comunidad implica compartir –al menos parcialmente– el núcleo de representaciones sociales que los caracteriza y define. El concepto de “representación social” ha sido elaborado por la escuela europea de psicología social (Jodelet, 1989, p. 32) recuperando y operacionalizando un término de Durkheim por mucho tiempo olvidado. Se trata de construcciones sociocognitivas propias del pensamiento ingenuo o del “sentido común”, que pueden definirse como “conjunto de informaciones, creencias, opiniones y actitudes a propósito de un objeto determinado” (Abric, 1994, p. 19). Las representaciones sociales serían, entonces, “una forma de conocimiento socialmente elaborado y compartido, y orientada a la práctica, que contribuye a la construcción de una realidad común a un conjunto social” (Jodelet, 1989, p. 36).[11] Las representaciones sociales así definidas –siempre socialmente contextualizadas e internamente estructuradas– sirven como marcos de percepción y de interpretación de la realidad, y también como guías de los comportamientos y prácticas de los agentes sociales. De este modo los psicólogos sociales han podido confirmar una antigua convicción de los etnólogos y de los sociólogos del conocimiento: los hombres piensan, sienten y ven las cosas desde el punto de vista de su grupo de pertenencia o de referencia.
Pero las representaciones sociales también definen la identidad y la especificidad de los grupos. Ellas

tienen también por función situar a los individuos y a los grupos en el campo social (...), permitiendo de este modo la elaboración de una identidad social y personal gratificante, es decir, compatible con sistemas de normas y de valores social e históricamente determinados (Mugny y Carugati, 1985, p. 183).

Ahora estamos en condiciones de precisar de modo más riguroso en qué sentido la pertenencia social es uno de los criterios básicos de “distinguibilidad” de las personas: en el sentido de que a través de ella los individuos internalizan en forma idiosincrática e individualizada las representaciones sociales propias de sus grupos de pertenencia o de referencia. Esta afirmación nos permitirá más adelante comprender mejor la relación dialéctica entre identidades individuales e identidades colectivas.

2.2.2. Atributos identificadores
Además de la referencia a sus categorizaciones y círculos de pertenencia, las personas también se distinguen –y son distinguidas– por una determinada configuración de atributos considerados como aspectos de su identidad. “Se trata de un conjunto de características tales como disposiciones, hábitos, tendencias, actitudes o capacidades, a lo que se añade lo relativo de la imagen del propio cuerpo” (Lipiansky, 1992, p. 122).
Algunos de esos atributos tienen una significación preferentemente individual y funcionan como “rasgos de personalidad” (v.g. inteligente, perseverante, imaginativo...) mientras que otros tienen una significación preferentemente relacional, en el sentido de que denotan rasgos o características de socialidad (v.g. toterante, amable, comprensivo, sentimental...).
Sin embargo, todos los atributos son materia social: “Incluso ciertos atributos puramente biológicos son atributos sociales, pues no es lo mismo ser negro en una ciudad estadounidense que serlo en Zaire...” (Pérez-Agote, 1986, p. 78).
Muchos atributos derivan de las pertenencias categoriales o sociales de los individuos, razón por la cual tienden a ser a la vez estereotipos ligados a prejuicios sociales con respecto a determinadas categorías o grupos. En Estados Unidos, por ejemplo, las mujeres negras son percibidas como agresivas y dominantes; los hombres negros como sumisos, dóciles y no productivos; y las familias negras como matriarcales y patológicas. Cuando el estereotipo es despreciativo, infamante y discriminatorio, se convierte en estigma, es decir, una forma de categorización social que fija atributos profundamente desacreditadores (Goffman, 1986).
Según los psicólogos sociales, los atributos derivan de la percepción –o de la impresión global– que tenemos de las personas en los procesos de interacción social: manifiestan un carácter selectivo, estructurado y totalizante; y superponen “teorías implícitas de la personalidad” –variables en el tiempo y en el espacio– que sólo son una manifestación más de las representaciones sociales propias del sentido común (Palcheler, 1984, p. 277).

2.2.3. Narrativa biográfica: historias de vida
En una dimensión más profunda, la distinguibilidad de las personas remite a la revelación de una biografía incanjeable, relatada en forma de “historia de vida”. Es lo que algunos autores denominan identidad biográfica (Pizzorno, 1989, p. 318) o tambien identidad íntima (Lipiansky, 1992, p. 121). Esta dimensión de la identidad también requiere como marco el intercambio interpersonal. En efecto, en ciertos casos este progresa poco a poco a partir de ámbitos superficiales hacia capas más profundas de la personalidad de los actores sociales, hasta llegar al nivel de las llamadas “relaciones íntimas”, de las que las “relaciones amorosas” sólo constituyen un caso particular (Brehm, 1984, p. 169). Es precisamente en este nivel de intimidad donde suele producirse la llamada “autorrevelación” recíproca (entre conocidos, camaradas, amigos o amantes), por lo que al requerimiento de un conocimiento más profundo (“dime quién eres, no conozco tu pasado”) se responde con una narrativa autobiográfica de tono confidencial (self-narration). Esta “narrativa” configura o, mejor dicho, reconfigura una serie de actos y trayectorias personales el pasado para conferirle un sentido.
En el proceso de intercambio interpersonal, mi contraparte puede reconocer y apreciar en diferentes grados mi “narrativa personal”. Incluso puede reinterpretarla y hasta rechazarla y condenarla. Pues, como dice Pizzorno,

en mayor medida que las identidades asignadas por el sistema de roles o por algún tipo de colectividad, la identidad biográfica es múltiple y variable. Cada uno de los que dicen conocerme selecciona diferentes eventos que nunca ocurrieron. E incluso, cuando han sido verdaderos, su relevancia puede ser evaluada de diferentes maneras, hasta el punto de que los reconocimientos que a partir de allí se me brindan pueden llegar a ser irreconocibles para mí mismo (Pizzorno, 1989, p. 318).

En esta especie de transacción entre mi autonarrativa personal y el reconocimiento de la misma por parte de mis interlocutores, sigue desempeñando un papel importante el filtro de las representaciones sociales, como, por ejemplo, la “ilusión biográfica”, que consiste en atribuir coherencia y orientación intencional a la propia vida, “según el postulado del sentido de la existencia narrada (e implícitamente de toda la existencia)” (Bourdieu, 1986, p. 69): la autocensura espontánea de experiencias dolorosas y traumatizantes, y la propensión a hacer coincidir el relato con las normas de la moral corriente (es decir, con un conjunto de reglas y de imperativos generadores de sanciones y censuras específicas) (Pollak, 1986)

Producir una historia de vida, tratar la vida como una historia, es decir, como el relato coherente de una secuencia significante y orientada de acontecimientos, equivale posiblemente a ceder a una ilusión retórica, a una representación común de la existencia a la que toda una tradición literaria no ha dejado y no deja de reforzar (Bordieu, 1986, p. 70).

2.3 ¿Y las identidades colectivas?
Hasta aquí hemos considerado la identidad principalmente desde el punto de vista de las personas individuales, y la hemos definido como una distinguibilidad cualitativa y específica basada en tres series de factores discriminantes: una red de pertenencias sociales (identidad de pertenencia, identidad categorial o identidad de rol), una serie de atributos (identidad caracteriológica) y una narrativa personal (identidad biográfica). Hemos visto cómo en todos los casos las representaciones sociales desempeñan un papel estratégico y definitorio, por lo que podríamos definir también a la identidad personal como la representación –intersubjetivamente reconocida y “sancionada”– que tienen las personas de sus círculos de pertenencia, de sus atributos personales y de su biografía irrepetible e incanjeable.
¿Pero podemos hablar también, en sentido propio, de identidades colectivas? Este concepto parece presentar de entrada cierta dificultad derivada de la famosa aporía sociológica que consiste en la tendencia a hipostasiar los colectivos. Por eso algunos autores sostienen abiertamente que el concepto de identidad sólo puede concebirse como atributo de un sujeto individual. Así, según P. Berger “no es aconsejable hablar de ´identidad colectiva´ a causa del peligro de hipostatización falsa (o ´reificadora´)” (Berger, 1982, p. 363).
Sin embargo, se puede hablar en sentido propio de identidades colectivas si es posible concebir actores colectivos propiamente dichos, sin necesidad de hipostasiarlos ni de considerarlos como entidades independientes de los individuos que los constituyen. Tales son los grupos (organizados o no) y las colectividades en el sentido de Merton. Tale grupos (v.g., minorías étnicas y raciales, movimientos sociales, partidos políticos y asociaciones varias...) y colectividades (v.g., una nación) no pueden considerarse como simples agregados de individuos (en cuyo caso la identidad colectiva sería también un simple agregado de identidades individuales), pero tampoco como entidades abusivamente personificadas que trascienden a los individuos que los constituyen (lo que implicaría la hipostatización de la identidad colectiva).
Se trata más bien de identidades relacionales que se presentan como totalidades diferentes de los individuos que las componen y que en cuanto tales obedecen a procesos y mecanismos específicos (Lipiansky, 1992, p. 88). Dichas entidades relacionales están constituidas por individuos vinculados entre sí por un común sentimiento de pertenencia, lo que implica, como se ha visto, compartir un núcleo de símbolos y representaciones sociales y, por lo mismo, una orientación común a la acción. Además, se comportan como verdaderos actores colectivos capaces de pensar, hablar y operar a través de sus miembros o de sus representantes, según el conocido mecanismo de la delegación (real o supuesta).[12] En efecto, un individuo determinado puede interactuar con otros en nombre propio, sobre bases idiosincráticas, o también en cuanto miembro o representante de uno de sus grupos de pertenencia.

La identidad colectiva –dice Pizzorno– es la que me permite conferir el significado a una determinada acción en cuanto realizada por un francés, un árabe, un pentecostal, un socialista, un fanático del Liverpool, un fan de Madonna, un miembro del clan de los Corleoni, un ecologista, un kuwaití, u otros. Un socialista puede ser también cartero o hijo de un amigo mío, pero algunas de sus acciones sólo las puedo comprender porque es socialista (Pizzorno, 1989, p. 318)

Con excepción de los rasgos propiamente psicológicos o de personalidad atribuibles exclusivamente al sujeto-persona, los elementos centrales de la identidad –como la capacidad de distinguirse y ser distinguido de otros grupos, de definir los propios límites, de generar símbolos y representaciones sociales específicos y distintivos, de configurar y reconfigurar el pasado del grupo como una memoria colectiva compartida por sus miembros (paralela a la memoria biográfica constitutiva de las identidades individuales) e incluso de reconocer ciertos atributos como propios y característicos– también pueden explicarse perfectamente al sujeto-grupo o, si se prefiere, al sujeto-actor colectivo.
Por lo demás, conviene resaltar la relación dialéctica existente entre identidad personal e identidad colectiva. En general, la identidad colectiva debe concebirse como una zona de la identidad personal, si es verdad que ésta se define en primer lugar por las relaciones de pertenencia a múltiples colectivos ya dotados de identidad propia en virtud de un núcleo distintivo de representaciones sociales, como serían, por ejemplo, la ideología y el programa de un partido político determinado. No dice otra cosa Carlos Barbé en el siguiente texto:

Las representaciones sociales referentes a las identidades de clase, por ejemplo, se dan dentro de la psique de cada individuo. Tal es la lógica de las representaciones y, por lo tanto, de las identidades por ellas formadas (Barbé, 1985, p. 275).

No está de más, finalmente, enumerar algunas proposiciones axiomáticas en torno a las identidades colectivas, con el objeto de prevenir malentendidos.
1) Sus condiciones sociales de posibilidad son las mismas que las que condicionan la formación de todo grupo social: la proximidad de los agentes individuales en el espacio social.[13]
2) La formación de las identidades colectivas no implica en absoluto que éstas se hallen vinculadas a la existencia de un grupo organizado.
3) Existe una “distinción inadecuada” entre agentes colectivos e identidades colectivas, en la medida en que éstas sólo constituyen la dimensión subjetiva de los primeros, y no su expresión exhaustiva. Por lo tanto, la identidad colectiva no es sinónimo de actor social.
4) No todos los actores de una acción colectiva comparten unívocamente y en el mismo grado las representaciones sociales que definen subjetivamente la identidad colectiva de su grupo de pertenencia.[14]
5) Frecuentemente las identidades colectivas constituyen uno de los prerrequisitos de la acción colectiva. Pero de aquí no se infiere que toda identidad colectiva genere siempre una acción colectiva, ni que ésta tenga siempre por fuente obligada una identidad colectiva.[15]
6) Las identidades colectivas no tienen necesariamente por efecto la despersonalización y la uniformización de los comportamientos individuales (salvo en el caso de las llamadas “instituciones totales, como un monasterio o una institución carcelaria).[16]

3. La identidad como persistencia en el tiempo

Otra característica fundamental de la identidad –sea ésta personal o colectiva– es su capacidad de perdurar –aunque sea imaginariamente– en el tiempo y en el espacio. Esto quiere decir que la identidad implica la percepción de ser idéntico a sí mismo a través del tiempo, del espacio y de la diversidad de las situaciones. Si anteriormente la identidad se nos aparecía como distinguibilidad y diferencia, ahora se nos presenta (tautológicamente) como igualdad o coincidencia consigo mismo. De aquí derivan la relativa estabilidad y consistencia que suelen asociarse a la identidad, así como también la atribución de responsabilidad a los actores sociales y la relativa previsibilidad de los comportamientos.[17]
También esta dimensión de la identidad remite a un contexto de interacción. En efecto,

también los otros esperan de nosotros que seamos estables y constantes en la identidad que manifestamos; que nos mantengamos conformes a la imagen que proyectamos habitualmente de nosotros mismos (de aquí el valor peyorativo asociado a calificativos tales como inconstante, versátil, cambiadizo, inconsistente, “camaleón”, etc.); y los otros están siempre listos para “llamarnos al orden”, para comprometernos a respetar nuestra identidad (Lipiansky, 1992, p. 43).

Pero más allá de permanencia, habría que hablar de continuidad en el cambio, en el sentido de que la identidad a la que nos referimos es la que corresponde a un proceso evolutivo,[18] y no a una constancia sustancial. Hemos de decir, entonces, que es más bien la dialéctica entre permanencia y cambio, entre continuidad y discontinuidad, la que caracteriza por igual a las identidades personales y a las colectivas. Éstas se mantienen y duran adaptándose al entorno y recomponiéndose incesantemente, sin dejar de ser las mismas. Se trata de un proceso siempre abierto y, por ende, nunca definitivo ni acabado.
Debe situarse en esta perspectiva la tesis de Fredrik Barth (1976), según la cual la identidad se define primariamente por la continuidad de sus límites, es decir, por sus diferencias, y no tanto por el contenido cultural que en un momento determinado marca simbólicamente dichos límites o diferencias. Por lo tanto, las características culturales de un grupo pueden transformarse con el tiempo sin que se altere su identidad. O, dicho en términos de George de Vos (1982, XII), pueden variar los “emblemas de contraste” sin que se altere su identidad. Esta tesis impide extraer conclusiones apresuradas de la observación de ciertos procesos de cambio cultural “por modernización” en las zonas fronterizas o en las áreas urbanas. Así, por ejemplo, los fenómenos de “aculturación” o de “transculturación” no implican automáticamente una “pérdida de identidad”, sino solo su recomposición adaptativa[19]. Incluso, pueden provocar la reactivación de la identidad mediante procesos de exaltación regenerativa.
Pero lo dicho hasta aquí no permite dar cuanta de la percepción de transformaciones más profundas que parecen implicar una alteración cualitativa de la identidad tanto en el plano individual con en el colectivo. Para afrontar estos casos se requiere reajustar el concepto de cambio tomando en cuenta, por un lado, su amplitud y su grado de profundidad y, por otro, sus diferentes modalidades.
En efecto, si asumimos como criterio su amplitud y grado de profundidad, podemos concebir el cambio como un concepto genérico que comprende dos formas más específicas: la transformación y la mutación (Ribeil, 1974; p. 142 y ss.). La transformación sería un proceso adaptativo y gradual que se da en la continuidad, sin afectar significativamente la estructura de un sistema, cualquier ésta sea. La mutación, en cambio, supondría una alteración cualitativa del sistema, es decir, el paso de una estructura a otra.
En el ámbito de la identidad personal, podrían caracterizarse como mutación los casos de “conversión” en los que una persona adquiere la convicción –al menos subjetiva– de haber cambiado profundamente, de haber experimentado una verdadera ruptura en su vida, en fin, de haberse despojado del “hombre viejo” para nacer a una identidad.[20]
En cuanto a las identidades colectivas, se pueden distinguir dos modalidades básicas de alteración de una unidad identitaria: la mutación por asimilación y la mutación por diferenciación. Según Horowitz (1975, p. 115 y ss.), la asimilación comporta, a su vez, dos figuras básicas: la amalgama (dos o más grupos se unen para formar un nuevo grupo con una nueva identidad) y la incorporación (un grupo asume la identidad de otro). La diferenciación, por su parte, también asume dos figuras: la división (un grupo se escinde en dos o más de sus componentes) y la proliferación (uno o más grupos generan grupos adicionales diferenciados).
La fusión de diferentes grupos étnicos africanos en la época de la esclavitud para formar una sola y nueva etnia, la de los “negros”; la plena “americanización” de algunas minorías étnicas en Estados Unidos; la división de la antigua Yugoslavia en sus componentes étnico-religiosos originarios; y la proliferación de las sectas religiosas a partir de una o más “Iglesias madres” podrían ejemplificar estas diferentes modalidades de mutación identitaria.

4. La identidad como valor

La mayor parte de los autores destacan otro elemento característico de la identidad: el valor (positivo o negativo) que se le atribuye invariablemente a la misma. En efecto,

existe una difusa convergencia entre los estudiosos en la constatación de que el hecho de reconocerse una identidad étnica, por ejemplo, comporta para el sujeto la formulación de un juicio de valor, la afirmación de lo más o de lo menos, de la inferioridad o de la superioridad entre él mismo y el partner con respecto al cual se reconoce como portador de una identidad distintiva (Signorelli, 1985, pp. 44-60)

Digamos, entonces, que la identidad se halla siempre dotada de cierto valor para el sujeto, generalmente distinto del que confiere a los demás sujetos que constituyen su contraparte en el proceso de interacción social. Y ello es así, en primer lugar, porque,

aún inconscientemente, la identidad es el valor central en torno al cual cada individuo organiza su relación con el mundo y con los demás sujetos (en este sentido, el “sí mismo” es necesariamente “egocéntrico”)

Y en segundo lugar,

porque las mismas nociones de diferenciación, de comparación y de distinción, inherentes (...) al concepto de identidad, implican lógicamente como corolario la búsqueda de una valorización de sí mismo con respecto a los demás. La valorización puede aparecer incluso como uno de los resortes fundamentales de la vida social (aspecto que E. Goffman ha puesto en claro a través de la noción de face (Lipiansky, 1992, p. 41).

Concluyamos, entonces, que los actores sociales –sean individuales o colectivos– tienden, en primera instancia, a valorar positivamente su identidad, lo que tiene por consecuencia estimular la autoestima, la creatividad, el orgullo de pertenencia, la solidaridad grupal, la voluntad de autonomía y la capacidad de resistencia contra la penetración excesiva de elementos exteriores.[21] Pero en muchos otros casos se puede tener también una representación negativa de la propia identidad, sea porque ésta ha dejado de proporcionar el mínimo de ventajas y gratificaciones requerido para que pueda expresarse con éxito moderado en un determinado contexto social (Barth, 1976, p. 28),sea porque el actor social ha introyectado los estereotipos y estigmas que le atribuyen –en el curso de las “luchas simbólicas” por las clasificaciones sociales– los actores (individuos o grupos) que ocupan la posición dominante en la correlación de fuerzas materiales o simbólicas, y que, por lo mismo, se arrogan el derecho de imponer la definición “legítima” de la identidad y la “forma legítima” de las clasificaciones sociales (Bourdieu, 1982, p. 136 y ss.). En estos casos, la percepción negativa de la propia identidad genera frustración, desmoralización, complejo de inferioridad, insatisfacción y crisis.

5. La identidad y su contexto social más amplio

En cuanto construcción interactiva o realidad intersubjetiva, las identidades sociales requieren, en primera instancia y como condición de posibilidad, de contextos de interacción estables constituidos en forma de “mundos familiares” de la vida ordinaria, conocidos desde dentro por los actores sociales no como objetos de interés teórico, sino con fines prácticos. Se trata del mundo de la vida en el sentido de los fenomenólgos y de los etnometodólogos, es decir, “el mundo conocido en común y dado por descontado” (“the world know in common and taken for granted”), juntamente con su trasfondo de representaciones sociales compartidas, es decir, de tradiciones culturales, expectativas recíprocas, saberes compartidos y esquemas comunes (de percepción, de interpretación y de evaluación) (Izzo, 1985, p. 132 y ss). En efecto, es este contexto endógenamente organizado lo que permite a los sujetos administrar su identidad y sus diferencias, mantener entre sí relaciones interpersonales reguladas por un orden legítimo, interpelarse mutuamente y responder “en primer persona” –es decir, siendo “el mismo” y no alguien diferente– de sus palabras y de sus actos. Y todo esto es posible porque dichos “mundos” proporcionan a los actores sociales un marco a la vez cognitivo y normativo capaz de orientar y organizar interactivamente sus actividades ordinarias (Dressler, 1986, pp. 35-58).
Debe postularse, por lo tanto, una relación de determinación recíproca entre la estabilidad relativa de los “contextos de interacción” también llamados “mundos de la vida” y la identidad de los actores que inscriben en ellos sus acciones concertadas.
¿Cuáles son los límites de estos “contextos de interacción” que sirven de entorno o “ambiente” a las identidades sociales? Son variables según la escala considerada y se tornan visibles cuando dichos contextos implican también procedimientos formales de inclusión-identificación, lo que es el caso cuando se trata de instituciones como un grupo doméstico, un centro de investigación, una empresa, una administración, una comunidad local, un Estado-nación, etc. Pero en otros casos la visibilidad de los límites constituye un problema, como cuando nos referimos a una “red” de relaciones sociales, a una aglomeración urbana o a una región.
Según el análisis fenomenológico, una de las características centrales de la sociedades llamadas “modernas” sería precisamente la pluralización de los mundos de la vida en el sentido antes definido, por oposición a la unidad y al carácter englobante de los mismos en las sociedades premodernas culturalmente integradas por un universo simbólico unitario (v.g., una religión universalmente compartida). Tal pluralización no podría menos que acarrear consecuencias para la configuración de las identidades sociales. Por ejemplo, cuando el individuo se confronta desde la primera infancia con “mundos” de significados y definiciones de la realidad no sólo diferentes, sino también contradictorios, la subjetividad ya no dispone de una base coherente y unitaria donde arraigarse, y en consecuencia la identidad individual ya no se percibe como dato o destino sino como una opción y una construcción del sujeto. Por eso “la dinámica de la identidad moderna es cada vez más abierta, proclive a la conversión, exasperadamente reflexiva, múltiple y diferenciada” (Sciolla, 1983, p. 48).
Hasta aquí hemos postulado como contexto social inmediato de las identidades el “mundo de la vida” de los grupos sociales, es decir, la sociedad concebida desde la perspectiva endógena de los agentes que participan en ella.
Pero esta perspectiva es limitada y no agota todas las dimensiones posibles de la sociedad. Por eso hay que añadir de inmediato que la organización endógena de los mundos compartidos con base en las interacciones prácticas de las gentes en su vida ordinaria se halla recubierta, sobre todo en las sociedades modernas, por una organización exógena, que confía a instituciones especializadas (derecho, ciencia, arte, política, media, etc.) la producción y el mantenimiento de contextos de interacción estables. Es decir, la sociedad es también sistema, estructura o espacio social constituido por “campos” diferenciados, en el sentido de Bourdieu (1987, p. 147 y ss.). Y precisamente son tales “campos” los que constituyen el contexto social exógeno y mediato de las identidades sociales.
En efecto, las interacciones sociales no se producen en el vacío –lo que sería una especie de abstracción psicológica–, sino que se hallan “empacadas”, por así decirlo, en la estructura de relaciones objetivas entre posiciones en los diferentes campos sociales.[22] Esta estructura determina las formas que pueden revestir las interacciones simbólicas entre los agentes y la representaciones que éstos pueden tener de la misma (Bourdieu, 1971, pp. 2-21).
Desde esta perspectiva se puede decir que la identidad no es más que la representación que tienen los agentes (individuos o grupos) de su posición (distintiva) en el espacio social y de su relación con otros agentes (individuos o grupos) que ocupan la misma posición o posiciones diferenciadas en el mismo espacio. Por eso, el conjunto de representaciones que –a través de las relaciones de pertenencia– definen la identidad de un determinado agente nunca desborda o transgrede los límites de compatibilidad definidos por el lugar que ocupa en el espacio social. Así, por ejemplo, la identidad de un grupo campesino tradicional siempre será congruente con su posición subalterna en el campo de las clases sociales, y sus miembros se regirán por reglas implícitas tales como “no creerse más de lo que uno es”, “no ser pretencioso”, “darse su lugar”, “no ser iguales ni igualados”, “conservar su distancia”, etc. Es lo que Goffman denomina sense of one´s place”, que según nosotros deriva de la “función locativa” de la identidad.
Se puede decir, por consiguiente, que en la vida social las posiciones y las diferencias de posiciones (que fundan la identidad) existen bajo dos formas: bajo una forma objetiva, es decir, independiente de todo lo que los agentes puedan pensar de ellas, y bajo una forma simbólica y subjetiva, esto es, bajo la forma de la representación que los agentes se forjan de las mismas. De hecho, las pertenencias sociales (familiares, profesionales, etc.) y muchos de los atributos que definen una identidad revelan propiedades de posición (Accardo, 1983, pp. 56 y 57). Y la voluntad de distinción de los actores, que refleja precisamente la necesidad de poseer una identidad social, traduce en última instancia la distinción de posiciones en el espacio social.

6. Utilidad teórica y empírica del concepto de identidad

Llegados a este punto, podríamos plantear la siguiente pregunta: ¿cuál es la utilidad teórica y empírica del concepto de identidad en sociología y, por extensión, en antropología?
No faltan autores que le atribuyan una función meramente descriptiva, útil para definir, en todo caso, un nuevo objeto de investigación sobre el fondo de la diversidad fluctuante de nuestra experiencia, pero no una función explicativa que torne más inteligible dicho objeto permitiendo formular hipótesis acerca de los problemas que se plantean a propósito del mismo. J. W. Lapierre escribía hace cierto tiempo: “El concepto de identidad no explica nada. Más bien define un objeto un conjunto de fenómenos sobre los cuales antropólogos y sociólogos se platnean cuestiones del tipo ´cómo explicar y comprender que...´” (1984, p 196).
Sin embargo, basta echar una ojeada a la abundante literatura generada en torno al tópico para percatarse de que el concepto en cuestión también ha sido utilizado como instrumento de explicación.
Digamos, de entrada, que la teoría de la identidad por lo menos permite entender mejor la acción y la interacción social. En efecto, esta teoría puede considerarse como una prolongación (o profundización) de la teoría de la acción, en la medida en que es la identidad la que permite a los actores ordenar sus preferencias y escoger, en consecuencia, ciertas alternativas de acción. Es lo que Loredana Sciolla denomina función selectiva de la identidad (1983, p. 22). Situándose en esta misma perspectiva, A. Melucci define la identidad como “la capacidad de un actor de reconocer los efectos de su acción como propios y, por lo tanto, de atribuírselos” (1982, p. 66).
Por lo que toca a la interacción hemos dicho que es el “medium” donde se forma, se mantiene y se modifica la identidad. Pero una vez constituida, ésta influye a su vez, sobre la misma conformando expectativas y motivando comportamientos. Además, la identidad (por lo menos la identidad de rol) se actualiza o se representa en la misma interacción (Hecht, 1993, pp. 46-52).
La “acción comunicativa” es un caso particular de interacción (Habermas, 1988 II, p. 122 y ss). Pues bien, la identidad es a la vez un prerrequisito y un componente obligado de la misma:

Comunicarse con otro implica una definición, a la vez relativa y recíproca, de la identidad de los interlocutores: se requiere ser y saberse alguien para el otro, como también nos forjamos una representación de lo que el otro es en sí mismo y para nosotros (Lipiansky, 1992, p. 122).

Pero el concepto de identidad no sólo permite comprender, dar sentido y reconocer una acción, sino también explicarla. Para A. Pizzorno, comprender una acción significa identificar su sujeto y prever su posible curso, “porque la práctica del actuar en sociedad nos dice más o menos claramente, que a identidades I1 corresponde una acción que sigue reglas R1” (1989, p. 177). Explicar una acción, en cambio, implicaría reidentificar a su sujeto mediante el experimento mental de hacer variar sus posibles fines y reconstruyendo (incluso históricamente) su contexto cultural pertinente (“ricolocazione culturale”), todo ello a partir de una situación de incertidumbre que dificulta la comprensión de la misma (“intoppo”).[23]
Pero hay más: el concepto de identidad también se ha revelado útil para la comprensión y explicación de los conflictos sociales, bajo la hipótesis de que en el fondo de todo conflicto se esconde siempre un conflicto de identidad.

En todo conflicto por recursos escasos siempre está presente un conflicto de identidad: los polos de identidad (auto y heteroidentificación) se separan y la lucha es una manera de afirmar la unidad, de establecer el equilibrio de su relación y la posibilidad del intercambio con el otro fundado en el reconocimiento (Melucci, 1982, p. 70).

Situándose en esta perspectiva, Alfonso Pérez Agote (1986, p. 81) ha formulado una distinción útil entre conflictos de identidad e identidades en conflicto.

Por conflicto de identidad entiendo aquel conflicto social que se origina y desarrolla con motivo de la existencia de dos formas –al menos– de definir la pertenencia de una serie de individuos a un grupo [24] (...). Por identidades en conflicto o conflicto entre identidades entiendo aquellos conflictos sociales entre colectivos que no implican una disputa sobre la identidad, sino que más bien, la suponen, en el sentido de que el conflicto es un reconocimiento por parte de cada colectivo de su propia identidad y de la identidad del otro; un ejemplo prototípico lo constituyen los conflictos étnicos y raciales en un espacio social concreto, como puede ser una ciudad estadounidense (p. 81).

En un plano más empírico, el análisis en términos de identidad ha permitido descubrir la existencia de actores sociales por largo tiempo ocultados bajo categorías o segmentos sociales más amplios.[25] También ha permitido entender mejor los obstáculos que enturbian las relaciones interétnicas entre la población negra y la de americanos-europeos en Estados Unidos, poniendo al descubierto los mecanismos de la discriminación radical y explicitando las condiciones psicosociales requeridas para una mejor relación inter e inter-étnica (Hecht, 1993).
En fin, también parecen indudables las virtudes heurísticas del concepto. El punto de vista de la identidad ha permitido plantear bajo un ángulo nuevo, por ejemplo, los estudios regionales (Bassand, 1990, y Gubert, 1992) y los estudios de género (Di Cristófaro Longo, 1993; Balbo, 1983,[26] y Collins, 1990), así como también los relativos a los movimientos sociales (Melucci, 1982 y 1989), a los partidos políticos (Pizzorno, 1993), a los conflictos raciales e interétnicos (Hecht, 1993, y Bartolomé, 1996), a la situación de los Estados nacionales entre globalización y resurgencia de los particularismos étnicos (Featherstone, 1990), a la fluidez cultural de las franjas fronterizas y a la configuración trasnacional de las migraciones (Kearney, 1991), etc., por mencionar sólo algunos de los campos de estudio que han sido revitalizados por el paradigma de la identidad.

Notas:
[1] Es decir, como individuo no sólo soy distinto de todos los demás individuos, como una piedra o cualquier otra realidad individuada, sino que, además, me distingo cualitativamente porque, por ejemplo, desempeño una serie de roles socialmente reconocidos (identidad de rol), porque pertenezco a determinados grupos que también me reconocen como miembro (identidad de pertenencia), o porque poseo una trayectoria o biografía incanjeable también conocida, reconocida e incluso apreciada por quienes dicen conocerme íntimamente.
[2] “La autodefinición de un actor debe disfrutar de un reconocimiento intersubjetivo para poder fundar la identidad de la persona. La posibilidad de distinguirse de los demás debe ser reconocida por los demás. Por lo tanto, la unidad de la persona, producida y mantenida a través de la autoidentificación, se apoya a su vez en la pertenencia a un grupo, en la posibilidad de situarse en el interior de un sistema de relaciones” (Melucci, 1985, p. 151).
[3] Según el autor, se pueden encontrar ejemplos empíricos de esta situación en la fase de formación de los actores colectivos, en ciertas fases de la edad evolutiva, en las contraculturas emergentes, en las sectas y en ciertas configuraciones de la patología individual (v.g., desarrollo hipertrófico del yo o excesivo repliegue sobre sí mismo).
[4] Tal sería, por ejemplo, el caso del comportamiento gregario o multitudinario, de la tendencia a confluir hacia opiniones y expectativas ajenas, y también el de ciertas fases del desarrollo infantil destinadas a ser superadas posteriormente en el proceso de crecimiento. La patología, por su parte, suele descubrir la permanencia de formas simbióticas o de apego que impiden el surgimiento de una capacidad autónoma de identificación.
[5] Es la situación que puede observarse, según Melucci, en los procesos de labeling social, cuyo ejemplo más visible sería la interiorización de estimas ligados a diferencias sexuales, raciales y culturales, así como también a impedimentos físicos.
[6] Por ejemplo, el robo en los supermercados no sería más que la otra cara del consumismo, así como “muchos otros comportamientos autodestructivos a través del abuso de ciertas substancias no son más que la otra cara de las expectativas demasiado elevadas a las que no tenemos posibilidades de responder” (ibid., p. 42)
[7] Según Merton, se entiende por grupo “un conjunto de individuos en interacción según reglas establecidas” (p. 240). Por lo tanto, una aldea, un vecindario, una comunidad barrial, una asociación deportiva y cualquier otra socialidad definida por la frecuencia de interacciones en espacios próximos serían “grupos”. Las colectividades, en cambio, serían conjuntos de individuos que, aún en ausencia de toda interacción y contacto próximo, experimentan cierto sentimiento de solidaridad “porque comparten ciertos valores y porque un sentimiento de obligación moral los impulsa a responder como es debido a las expectativas ligadas a ciertos roles sociales” (p. 249). Por consiguiente, serían “colectividades” para Merton las grandes “comunidades imaginadas” en el sentido de B. Anderson (1983), como la nación y las Iglesias universales (pensadas como “cuerpos místicos”). Algunos autores han caracterizado la naturaleza peculiar de la pertenencia a estas grandes comunidades anónimas, marginadas e imaginarias llamándola “identificación por proyección o referencia”, en clara alusión al sentido freudiano del sintagma (Galissot, 1987, p. 16)
[8] Las “redes” suelen concebirse como relaciones de interacción entre individuos, de composición y sentido variables, que no existen a priori ni requieren de la contigüidad espacial como los grupos propiamente dichos, sino son creadas y actualizadas cada vez por los individuos. (Hecht, 1993, p. 42).
[9] Las categorías sociales han sido definidas por Merton como “agregados de posiciones y de estatutos sociales cuyos detentores (o sujetos) no se encuentran en interacción social; éstos responden a las mismas características (de sexo, de edad, de renta, etc.), pero no comparten necesariamente un cuerpo común de normas y valores” (Merton, 1965, p. 249)
[10] Por ejemplo, a la categoría “mujer” se asocia espontáneamente una serie de “rasgos expresivos” como pasividad, sumisión, sensibilidad a las relaciones con otros; mientras que a la categoría “hombre” se asocian “rasgos instrumentales” como activismo, espíritu de competencia, independencia, objetividad y racionalidad (Lorenzi-Gioldi, 1988, p. 41).
[11] Debe advertirse, sin embargo, que según los psicólogos sociales de esta escuela los individuos modulan siempre de modo idiosincrático el núcleo de las representaciones compartidas, lo que excluye el modelo del unanimismo y del consenso. Por tanto, pueden existir divergencias y hasta contradicciones de comportamiento entre individuos de un mismo grupo que comparten un mismo haz de representaciones sociales.
[12] Sobre el fetichismo, las usurpaciones y las perversiones potenciales inherentes a este mecanismo, ver Bourdieu, 1984: “La relación de delegación corre el riesgo de disimular la verdad de la relación de representación y la paradoja de situaciones en las que un grupo sólo puede existir mediante la delegación en una persona singular –el secretario general, el Papa, etc.–, que puede actuar como persona moral, es decir, como sustituto del grupo. En todos estos casos, y según la ecuación establecida por los canonistas –la Iglesia es el Papa–, según las apariencias el grupo hace al hombre que habla en su lugar, en su nombre –así se piensa en términos de delegación– mientras que en realidad es igualmente verdadero decir que el portavoz hace al grupo...” (p. 49)
[13] Si bien la probabilidad de reunir real o nominalmente –por la virtud del delegado– a un conjunto de agentes es tanto mayor cuanto más próximos se encuentran éstos en el espacio social y cuanto más restringida y, por lo tanto, más homogénea es la clase construida a la que pertenecen, la reunión entre lo más próximos nunca es necesaria y fatal (...), así como también la reunión entre los más alejados nunca es imposible” (Bourdieu, 1984, pp. 3 y 4).
[14] “Incluso las identidades más fuertes de la historia (como las identidades nacionales, las religiosas y las de clase) no corresponden nunca a una serie unívoca de representaciones en todos los sujetos que la comparten” (Barbé, 1985, p. 270).
[15] “Una verbena pluricategorial o una huelga pueden resultar muy bien de una coincidencia de intereses y hasta de eventuales y momentáneas identificaciones, pero no de una identidad” (Barbé, 1985, p. 271).
[16] Por lo tanto, no parece que deba admitirse el modelo del continuum de comportamientos –propuesto por Tajfel (1972)– entre un polo exclusivamente personal que no implica referencia alguna a los grupos de pertenencia, y un polo colectivo y despersonalizante, donde los comportamientos estarían totalmente determinados por diversos grupos o categorías de pertenencia. Este modelo está impregnado por la idea de una oposición irreconciliable entre realidad social coactiva e inhibidora y un yo personal en búsqueda permanente de libertad y autorrealización autónoma.
[17] Desde esta perspectiva, constituye una contradictio in terminis la idea de una identidad caleidoscópia, fragmentada y efímera que sería propia de la “sociedad posmoderna”, según el discurso especulativo de ciertos filósofos y ensayistas.
[18] Incluso esta expresión resulta todavía inexacta. Habría que hablar más bien de proceso dinámico, ya que nuestra biografía, por ejemplo, es más bien un proceso cíclico, no según un modelo evolutivo y lineal, sino según una dialéctica de recomposiciones y rupturas.
[19] Para una discusión más pormenorizada de esta problemática, ver Giménez, 1994, pp. 171-174.
[20] Ver una discusión de este tópico en Giménez, 1993, p. 44 y ss.
[21] Como ya lo había señalado Max Weber, “toda diferencia de costumbres puede alimentar en sus portadores un sentimiento específico de ´honor´ y ´dignidad´” (Weber, 1944, p. 317)
[22] Según Bourdieu, “la verdad de la interacción nunca se encuentra por entero en la interacción, tal como ésta se manifiesta en la observación” (1987, p. 151). Y en otra parte afirma que las interacciones sociales no son más que “la actualización coyuntural de la relación objetiva” (1990, p. 34).
[23] Véase una aplicación de estos procedimientos al análisis político en el mismo Pizzorno, 1994, particularmente en las pp. 11-13.
[24] El autor está pensando en los “nacionalismos periféricos” de España, como el de los vascos, por ejemplo.
[25] Tal ha sido el caso de los rancheros de la sierra “jamilchiana” (límite sur entre Jalisco y Michoacán), categorizados genéricamente como “campesinos” y “descubiertos” como actores sociales con identidad propia por Esteban Barragán López en un sugestivo estudio publicado por la revista Relaciones (1990, pp. 75-106), de El Colegio de Michoacán.
[26] “La identidad es un nudo teórico fundamental del ´saber femenino´. La formación de identidades, colectivas e individuales, de las mujeres constituye un dato emergente, problemático y disruptivo de nuestro tiempo. Discutiendo sobre la identidad, no podemos menos que plantear la cuestión de las relaciones entre las contribuciones del feminismo y las de otros enfoques y tradiciones de estudios” (Balbo, 1983, p. 80).